En la madrugada del domingo 19 de septiembre, como si el verano no hubiera querido marcharse sin llevárselo consigo, se nos moría José Antonio Labordeta Subías, el trovador incansable, el catedrático de instituto, el viajero impenitente, el republicano federal de tierna raíz aragonesista.
Fue la voz de trueno que clamó en el desierto del último franquismo, el vozarrón de siglos que cantó a la libertad en las mismas barbas de los liberticidas de ayer y de siempre, la palabra cálida que iluminó al Congreso en su condición de diputado cercano a las querencias de la gente. Con su muerte, pierde la izquierda española uno de sus más contrastados referentes. La derecha queda, a la par, huérfana de fiero adversario.
Muere Labordeta al final del estío, en vísperas de una huelga general contra la reforma laboral regresiva del Gobierno Zapatero. Nos abandona Labordeta cuando los corifeos del sistema pretenden comenzar el desmantelamiento del modelo español de relaciones laborales, como primera carga explosiva de la futura voladura controlada de lo que un día vino a llamarse Estado Social y Democrático de Derecho. La ley de la selva regresa victoriosa desde los años de la Primera Revolución Industrial.
Fallece José Antonio Labordeta en olor de multitudes, consagrado por la ciudadanía como padre de la única patria aragonesa posible: la republicana federal iberista. Desaparece el cantautor y las mujeres de su vida presentan respetos ante la tumba de Joaquín Costa, sancta sanctórum del Regeneracionismo, precursor del nacionalismo aragonés.
Labordeta fue, en cierta manera, un regeneracionista moderno, hijo de republicano azañesco, formado en la tradición del movimiento demócrata español, heredero a la vez de la milicia liberal antifernandina de los Riego y cía, del federalismo a lo Pi y Margall o del obrerismo marxista y anarcosindicalista de un Pablo Iglesias o de un Ferrer y Guardia.
Izando estandartes malditos, levantando banderas deshilachadas, engullendo compendios enciclopédicos de civismo y racionalidad, creció el niño Labordeta, mientras, afuera, el fascismo se enseñoreaba del país, quebrando los breves juncos de resistencia a la ignominia, pasando a cuchillo a toda una generación de republicanos cabales.
Con la Transición, llegaron la fama y el éxito, pero también la derrota colectiva de los ideales y los sueños. Las banderas se fueron rompiendo una a una, conforme avanzaba la década de los ochenta, conforme los traidores aprendían a tomarle el punto a los mansos.
Cuando Labordeta llegó al Parlamento allá por 2000, ya no quedaban banderas que romper ni españoles que amansar. La mansedumbre era ya artículo de lujo para una ciudadanía abúlica y desencantada, refugiada en placeres y cuitas estrictamente privadas. El buenazo de José Antonio se batió el cobre en las Cortes del aznarismo, rescatando la defensa de lo público, dando el do de pecho sobre la arena de la soberanía nacional, atizando a los poderosos con su verbo de fuego y su oratoria de senador romano.
Tres cuartos de siglo después de aquel invierno donde nació, un verano que agoniza despide al tribuno de la plebe, al cantante del folklore y la protesta, al poeta hermano de poetas, al divulgador televisivo de muchos de los rincones oscuros y olvidados de España. Iberia llora a uno de sus más preclaros hijos, el maño que llevaba en su mochila la promesa de la República Federal.
* Posdata íntima y personal: La madrugada en la que murió el compañero José Antonio Labordeta, éste que les escribe cumplió 25 años. Así las cosas, he celebrado mi primer cuarto de siglo, sintiendo la desaparición del mito, francamente impresionado por las inenarrables muestras de cariño y de duelo de sus paisanos. Labordeta perdurará en mis recuerdos como símbolo vivo de aquella Tercera República que pudo ser y no fue, pero que será realidad carnal bastante antes de lo que imaginamos.