La sociedad es creada por nuestras necesidades y el gobierno por nuestra maldad, el primero promueve nuestra felicidad positivamente al unir nuestros afectos, el segundo negativamente al restringir nuestras libertades.
(Thomas Paine, filósofo inglés y patriota usamericano)
Es público y notorio para todos que el actor australiano Heath Ledger fue encontrado muerto en su apartamento neoyorquino el pasado 22 de enero. Los medios nos han bombardeado desde entonces, aportando múltiples teorías y versiones de lo ocurrido entre aquellas cuatro paredes. Los mercaderes de las vísceras comercian con dimes y diretes, sirviéndose de la rumorología y de la infamia para hacer caja.
Mi intención no es, ni mucho menos, comentar los pormenores del suceso, sino resaltar la reacción de la Iglesia Baptista de Westboro ante el fallecimiento del intérprete. Refiere el diario mexicano El Universal que en la web de la citada congregación apareció un comunicado, estando todavía caliente el cadáver de Ledger. Entresaca El Universal las siguientes perlas cultivadas: "Heath Ledger pensó que era divertido desafiar a Dios Todopoderoso y sus planes para este mundo; Dios odia a los maricas; Dios odia a la cinta vomitiva de nombre Brokeback Mountain y odia a las personas que tengan algo que ver con ello"; "Heath ahora está en el infierno y ha comenzado a servir su eterna condena".
No tenía el disgusto de haber oído hablar de estos tipejos hasta ahora, no puedo más que calificarlos de traficantes del odio y de la sinrazón. De todas formas, no me extraña el veneno, conociendo a la serpiente que lo produce. Estados Unidos de Norteamérica es una nación enferma, delirante y peligrosa, el mayor imperio que conocieron los siglos, la superpotencia más destructiva de la Historia, enemiga de la libertad y de la justicia.
El águila usamericana gobierna el planeta, controla la economía, se impone militarmente a los denominado Estados Canallas, destruye el ecosistema global, exporta agresivamente el american way of live. Atacando nuestros idiomas maternos, persiguiendo culturas discordantes, gobernando nuestros cerebros y nuestros estómagos. El imperialismo está acabando con el hombre, pasito a pasito, suavemente a ratos, fieramente en otros.
Pero, no se equivoquen, no soy antiamericano. Primero, porque ese adjetivo, propio de apologistas de la violencia imperial, es reduccionista y absurdo, ya que olvida al resto de países que componen el continente americano. Segundo, porque nunca podría estar en contra de 300 millones de personas, cada una con sus virtudes y defectos, la mayoría de ellas, víctimas también del capitalismo. No quiero el fin de USA, no deseo la aniquilación de ese grandioso lugar. Simplemente, soy antiiimperialista, y por ello, enfrento al Imperio, con las humildes fuerzas de las que dispongo.
El fanatismo religioso impregna cada poro de la piel de los Estados Unidos. Los telepredicadores, usando el nombre de Dios en vano, lanzan su verborrea incontenible contra gays, liberales y mujeres, e incluso rezan por el asesinato de Hugo Chávez, como hizo el reverendo evangélico Pat Robertson en agosto de 2005. El fundamentalismo cristiano inventa brujas, con las que poder ejercitar la puntería en la cacería infernal, que socava los derechos y libertades civiles, consagrados en la Constitución de 1776.
La colonización cultural yanqui es un hecho demostrado. Conozco mejor las calles de Nueva York que las de Toledo (el de aquí, no el de Ohio), podría recitar de carrerilla ciudades californianas, con muchísima más fluidez que si me solicitaran los afluentes del Guadiana. Las carteleras de los cines están plagadas de americanadas, ciertamente la industria del entretenimiento usaca es capaz de lo mejor y de lo peor. Lo mismo te quedas anonadado con un Robert Mitchum cualquiera, o te mueres de vergüenza ajena, esquivando la patada voladora de Chuck Norris.
Amo el cine clásico usamericano, degusto cotidianamente el buen hacer de John Huston, la pericia de John Ford, la rudeza sanguinolenta de Sam Peckinpah. Nunca conseguirán los George Bush de turno que pueda olvidarme de Brando, que deje de pensar en el cuerpo de Jane Russell, que no sonría con Jack Lemmon. La mascarada imperial no me impide idolatrar la bonhomía de Ernest Borgnine, ni disfrutar cuando Lee Marvin se hace el duro.
La violencia industrializada constituye el pecado original yanqui, son una sociedad hiperviolenta, los índices delictivos lo demuestran. Dentro del Occidente capitalista, no hay parangón entre la criminalidad usaca y la de sus aliados. Yanquilandia no tiene ni siquiera Estado del Bienestar, el moderado keynesianismo no se practica desde las presidencias de Franklin D. Roosevelt (1933-45).
EEUU-USA es tan contradictorio como yo, repleto de contrastes, basculante entre John Reed y J. Edgar Hoover, opresor de pueblos y cuna de libertadores. Larga vida a los Estados Unidos, descanse en paz el imperialismo. He dicho.
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