En las profundidades del averno, en lo más recóndito del infierno, un anciano judío de luengas barbas y aspecto desaliñado, descansa sentado en un banco, oteando entre las brumas la inmensa laguna Estigia. Parece que espera a algo o a alguien, ya que mira distraído un reloj de bolsillo que cuelga entre los pliegues de su chaleco. De repente, un leve chapoteo perturba el silencio sepulcral de aquellas tinieblas. Caronte se aproxima a la orilla, remando cadenciosamente, con la tranquilidad del que sabe que tiene toda la eternidad por delante para cumplir su cometido.
Cuando la barca toca tierra, el hombre del reloj se levanta y alarga su mano al desconocido viajero que acaba de arribar. Éste, salta del bote con inusitada agilidad, plantando sus enormes zapatillas deportivas en la arena mojada, estirando alegremente los músculos, entumecidos tras horas y horas de travesía. No duda ni un instante en corresponder al gesto del otro, que sonríe con timidez. Tras el apretón, mientras el barquero reanuda perezoso su quehacer y se aleja de ellos, comienzan las presentaciones:
-Me llamo Fidel Castro Ruz, para servirle a la revolución y a usted-anuncia el recién llegado, un abuelo octogenario, que viste chándal de Adidas, el oficial de la selección cubana de béisbol.
-Encantado de conocerle, camarada Fidel. Sus amigos aquí presentes me han hablado mucho de usted- responde el anfitrión, de riguroso traje negro, decimonónicamente anticuado.
-Perdone compañero, ¿es usted Karl Marx?- pregunta Fidel, visiblemente emocionado-Sólo conozco su rostro de viejos retratos.
-Así me llamaron mis señores padres, ha acertado comandante- suelta Marx, milésimas antes de reír escandalosamente.
Los dos viejitos se abrazan en la oscuridad, intercambiando carcajadas, retumbando con su alegría la quietud siniestra de las aguas. Hasta Caronte los mira desde el centro del lago, corroído por la envidia, deseando la risa y el llanto, la vida y la muerte, celoso de la humanidad de ambos.
Fidel Castro y Karl Marx caminan al unísono, apoyados en sendos bastones, conversando amigablemente, recordando hazañas pretéritas, batallas perdidas, luchas ganadas, ...
El ambiente es caluroso, angustioso a ratos, funcionan a tope las calderas de Pedro Botero. El sendero que recorren atraviesa un páramo, inabarcable para la vista, sin comienzo ni fin, yermo de vegetación. Resuenan unas voces en la llanura, indescifrables al principio, entendidas y conocidas al cabo de los minutos. Los ojos del cubano se encharcan, el vello se le eriza.
Las palabras se agolpan en la puerta de su garganta, incapaces de escapar hacia el cielo de la boca. Lagrimea Fidel, llora el gigante, Karl se enternece a su lado. "Fidel, Fidel" dicen los todavía invisibles.
Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara, uniformes de combate, fusil al hombro, aparecen detrás de unas rocas, fumando y gritando, emocionados también. Jóvenes y brillantes, contrastan con los ancianos. El abrazo es interminable, son muchas décadas sin verse.
-Estás hecho una pena, jodido Fidel. Pero, afortunadamente, sigues siendo el mismo de siempre, tienes aún la mirada que tenías en México, cuando nos conocimos en 1955- proclama socarrón el argentino.
-Que gusto en verte, hermano. Ya creíamos que eras inmortal- balbucea Camilo, bajo el característico sombrero de ala ancha.
-No puedo describir lo que siento, chicos. No me esperaba este recibimiento del carajo. Están espléndidos.
Transcurre una media hora, si medimos el tiempo con fórmulas humanas. El cuarteto revolucionario, acomodado al paso de los más mayores, sigue transitando por el camino. Che bromea con Fidel, prestándole la boina famosa, comentando lo exquisito que es el mate infernal.
En lo más alto de un monte, situado en otras latitudes, el Diablo observa a los cuatro hombres, a través del catalejo marca Acme que le regaló algún huésped cuyo nombre ha olvidado. La nitidez de la imagen es magnífica, incluso le permite leer los labios de los susodichos. "Estos rojazos me van a alborotar el gallinero, cago en la mar salada" murmura Lucifer, hechuras de metrosexual, tostado a la parrilla, cornamenta de Miura, rabo afilado como pez espada.
La pradera a la que acaban de llegar Fidel y los demás es un oasis, en medio de tanta desolación. 7 u 8 tiendas de campaña, a la vera del merendero Aurora, un par de desvencijados bungalows, hasta una piscina cubierta de hojarasca. Josif Stalin y León Trostky están en pleno pulso gitano, a la sombra de lo que aparenta ser un sauce llorón. La Pasionaria y Rosa Luxemburgo cocinan una tortilla de patatas en la vitrocerámica de uno de los bungalows, Vladimir Lenin se recorta la perilla, embadurnándose la cara con espuma de afeitar rojiza.
Fidel se sienta en la cocina, charlando con las mujeres, embriagado por el aroma a cebolla de la tortilla. Marx juega al ajedrez, retomando la partida que había suspendido para ir a recoger al nuevo. Su contrincante es Friedrich Engels, entrañable amigo, compañero redactor del Manifiesto Comunista. Guevara y Camilo hacen el tonto con los palos de golf, improvisando hoyos en el mullido césped de las instalaciones.
Tras el almuerzo, Fidel exige que le dejen lavar los platos, obteniendo la negativa por respuesta. Camilo Cienfuegos se coloca el delantal y los guantes de plástico, tarareando a Bola de Nieve, limpiando con eficacia la vajilla de las fechas señaladas. Rosa y Che conducen al obstinado Castro hasta una hamaca descolorida, arrumbada al pie de la piscina. Sólo el mate consigue calmar al viejo, que se queda dormido en menos de lo que canta un gallo. José Carlos Mariátegui retira las hojas del agua con la precisión minuciosa del experto en la materia.
Pronto, Mao Zedong y el tío Ho Chi Minh chapotean en la pileta, organizando competiciones de largos. Cuando Ho se para exhausto, Mao hace el signo de la victoria con los dedos, atusándose el cabello. La paz se ve interrumpida por el estruendo de un amerizaje. Después del breve buceo de rigor, la oronda figura de Pablo Neruda, emerge del fondo de la piscina.
Cuando agoniza la tarde, Víctor Jara empuña el micrófono y se marca una canción al alimón con el enfermizo Miguel Hernández.
-Unicornio Azul, del repertorio de Silvio ¿Te la sabes, Miguelito?- La pregunta de Jara inaugura el concierto.
Dolores Ibárruri, la más longeva del grupo, cose un jersey, arrimada a una mesa camilla, calientes los pies en el brasero.
-Comandante Fidel, ¿sabe usted si le queda mucho a Santiago (*1)? Tengo ganas de darle un rapapolvo, esa mamarrachada del eurocomunismo hundió nuestra decencia y nuestra dignidad- El tono de la vieja es jocoso.
-Creo que bastante, doña Dolores. Bicho malo nunca muere- contesta Fidel Castro, todavía tumbado en la hamaca.
La ducha caliente rejuvenece a Mao, aunque sea por momentos. El Amauta quiere cenar temprano, porque por el satélite dan una peli de John Wayne. Ya está harto de defenderse de las acusaciones de revisionismo que le lanza Stalin, cada vez que se repantinga en el sofá, dispuesto a perderse al oeste del río Pecos.
La sombra de Satán interrumpe a estos pacíficos residentes del infierno. Belcebú desciende de las alturas con majestuosa elegancia, posando sus garras de astracán sobre el tejado del Aurora.Transcurren siglos antes de que pronuncie una palabra.
-Veo, para mi infinita desgracia, que tenéis un nuevo amiguito. Otro inquilino más, joder como anda el patio por allá arriba. Espero, y lo digo con la sinceridad y el aplomo que me caracterizan, que no dé usted mucha guerra, Fidel Alejandro Castro Ruz.
-Depende de lo que entienda usted por guerra, camarada Demonio- Che Guevara mira a Fidel, convencido de encontrarse ante otro "La Historia me absolverá", otro momentazo histórico sin igual-Estoy convencido de que usted sabrá distinguir entre la guerra imperialista y la que hacen los pueblos para lograr su liberación nacional...
Y Fidel comenzó a hablar.
En un predio cercano, en la terraza del motel Libertadores, José de San Martín, Toussaint-Louverture y Simón Bolívar toman un Havana-Cola y juegan a las cartas. Tras escuchar el runrún fidelista, y reconocer la entonación de la voz, Bolívar se levanta y se acoda en el mirador.
-Que se prepare ese escuálido luciferino, porque dentro de unos cuantos lustros, llegará Hugo Rafael. Y al bravo Chávez no le calla ni Dios.
Cuando la barca toca tierra, el hombre del reloj se levanta y alarga su mano al desconocido viajero que acaba de arribar. Éste, salta del bote con inusitada agilidad, plantando sus enormes zapatillas deportivas en la arena mojada, estirando alegremente los músculos, entumecidos tras horas y horas de travesía. No duda ni un instante en corresponder al gesto del otro, que sonríe con timidez. Tras el apretón, mientras el barquero reanuda perezoso su quehacer y se aleja de ellos, comienzan las presentaciones:
-Me llamo Fidel Castro Ruz, para servirle a la revolución y a usted-anuncia el recién llegado, un abuelo octogenario, que viste chándal de Adidas, el oficial de la selección cubana de béisbol.
-Encantado de conocerle, camarada Fidel. Sus amigos aquí presentes me han hablado mucho de usted- responde el anfitrión, de riguroso traje negro, decimonónicamente anticuado.
-Perdone compañero, ¿es usted Karl Marx?- pregunta Fidel, visiblemente emocionado-Sólo conozco su rostro de viejos retratos.
-Así me llamaron mis señores padres, ha acertado comandante- suelta Marx, milésimas antes de reír escandalosamente.
Los dos viejitos se abrazan en la oscuridad, intercambiando carcajadas, retumbando con su alegría la quietud siniestra de las aguas. Hasta Caronte los mira desde el centro del lago, corroído por la envidia, deseando la risa y el llanto, la vida y la muerte, celoso de la humanidad de ambos.
Fidel Castro y Karl Marx caminan al unísono, apoyados en sendos bastones, conversando amigablemente, recordando hazañas pretéritas, batallas perdidas, luchas ganadas, ...
El ambiente es caluroso, angustioso a ratos, funcionan a tope las calderas de Pedro Botero. El sendero que recorren atraviesa un páramo, inabarcable para la vista, sin comienzo ni fin, yermo de vegetación. Resuenan unas voces en la llanura, indescifrables al principio, entendidas y conocidas al cabo de los minutos. Los ojos del cubano se encharcan, el vello se le eriza.
Las palabras se agolpan en la puerta de su garganta, incapaces de escapar hacia el cielo de la boca. Lagrimea Fidel, llora el gigante, Karl se enternece a su lado. "Fidel, Fidel" dicen los todavía invisibles.
Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara, uniformes de combate, fusil al hombro, aparecen detrás de unas rocas, fumando y gritando, emocionados también. Jóvenes y brillantes, contrastan con los ancianos. El abrazo es interminable, son muchas décadas sin verse.
-Estás hecho una pena, jodido Fidel. Pero, afortunadamente, sigues siendo el mismo de siempre, tienes aún la mirada que tenías en México, cuando nos conocimos en 1955- proclama socarrón el argentino.
-Que gusto en verte, hermano. Ya creíamos que eras inmortal- balbucea Camilo, bajo el característico sombrero de ala ancha.
-No puedo describir lo que siento, chicos. No me esperaba este recibimiento del carajo. Están espléndidos.
Transcurre una media hora, si medimos el tiempo con fórmulas humanas. El cuarteto revolucionario, acomodado al paso de los más mayores, sigue transitando por el camino. Che bromea con Fidel, prestándole la boina famosa, comentando lo exquisito que es el mate infernal.
En lo más alto de un monte, situado en otras latitudes, el Diablo observa a los cuatro hombres, a través del catalejo marca Acme que le regaló algún huésped cuyo nombre ha olvidado. La nitidez de la imagen es magnífica, incluso le permite leer los labios de los susodichos. "Estos rojazos me van a alborotar el gallinero, cago en la mar salada" murmura Lucifer, hechuras de metrosexual, tostado a la parrilla, cornamenta de Miura, rabo afilado como pez espada.
La pradera a la que acaban de llegar Fidel y los demás es un oasis, en medio de tanta desolación. 7 u 8 tiendas de campaña, a la vera del merendero Aurora, un par de desvencijados bungalows, hasta una piscina cubierta de hojarasca. Josif Stalin y León Trostky están en pleno pulso gitano, a la sombra de lo que aparenta ser un sauce llorón. La Pasionaria y Rosa Luxemburgo cocinan una tortilla de patatas en la vitrocerámica de uno de los bungalows, Vladimir Lenin se recorta la perilla, embadurnándose la cara con espuma de afeitar rojiza.
Fidel se sienta en la cocina, charlando con las mujeres, embriagado por el aroma a cebolla de la tortilla. Marx juega al ajedrez, retomando la partida que había suspendido para ir a recoger al nuevo. Su contrincante es Friedrich Engels, entrañable amigo, compañero redactor del Manifiesto Comunista. Guevara y Camilo hacen el tonto con los palos de golf, improvisando hoyos en el mullido césped de las instalaciones.
Tras el almuerzo, Fidel exige que le dejen lavar los platos, obteniendo la negativa por respuesta. Camilo Cienfuegos se coloca el delantal y los guantes de plástico, tarareando a Bola de Nieve, limpiando con eficacia la vajilla de las fechas señaladas. Rosa y Che conducen al obstinado Castro hasta una hamaca descolorida, arrumbada al pie de la piscina. Sólo el mate consigue calmar al viejo, que se queda dormido en menos de lo que canta un gallo. José Carlos Mariátegui retira las hojas del agua con la precisión minuciosa del experto en la materia.
Pronto, Mao Zedong y el tío Ho Chi Minh chapotean en la pileta, organizando competiciones de largos. Cuando Ho se para exhausto, Mao hace el signo de la victoria con los dedos, atusándose el cabello. La paz se ve interrumpida por el estruendo de un amerizaje. Después del breve buceo de rigor, la oronda figura de Pablo Neruda, emerge del fondo de la piscina.
Cuando agoniza la tarde, Víctor Jara empuña el micrófono y se marca una canción al alimón con el enfermizo Miguel Hernández.
-Unicornio Azul, del repertorio de Silvio ¿Te la sabes, Miguelito?- La pregunta de Jara inaugura el concierto.
Dolores Ibárruri, la más longeva del grupo, cose un jersey, arrimada a una mesa camilla, calientes los pies en el brasero.
-Comandante Fidel, ¿sabe usted si le queda mucho a Santiago (*1)? Tengo ganas de darle un rapapolvo, esa mamarrachada del eurocomunismo hundió nuestra decencia y nuestra dignidad- El tono de la vieja es jocoso.
-Creo que bastante, doña Dolores. Bicho malo nunca muere- contesta Fidel Castro, todavía tumbado en la hamaca.
La ducha caliente rejuvenece a Mao, aunque sea por momentos. El Amauta quiere cenar temprano, porque por el satélite dan una peli de John Wayne. Ya está harto de defenderse de las acusaciones de revisionismo que le lanza Stalin, cada vez que se repantinga en el sofá, dispuesto a perderse al oeste del río Pecos.
La sombra de Satán interrumpe a estos pacíficos residentes del infierno. Belcebú desciende de las alturas con majestuosa elegancia, posando sus garras de astracán sobre el tejado del Aurora.Transcurren siglos antes de que pronuncie una palabra.
-Veo, para mi infinita desgracia, que tenéis un nuevo amiguito. Otro inquilino más, joder como anda el patio por allá arriba. Espero, y lo digo con la sinceridad y el aplomo que me caracterizan, que no dé usted mucha guerra, Fidel Alejandro Castro Ruz.
-Depende de lo que entienda usted por guerra, camarada Demonio- Che Guevara mira a Fidel, convencido de encontrarse ante otro "La Historia me absolverá", otro momentazo histórico sin igual-Estoy convencido de que usted sabrá distinguir entre la guerra imperialista y la que hacen los pueblos para lograr su liberación nacional...
Y Fidel comenzó a hablar.
En un predio cercano, en la terraza del motel Libertadores, José de San Martín, Toussaint-Louverture y Simón Bolívar toman un Havana-Cola y juegan a las cartas. Tras escuchar el runrún fidelista, y reconocer la entonación de la voz, Bolívar se levanta y se acoda en el mirador.
-Que se prepare ese escuálido luciferino, porque dentro de unos cuantos lustros, llegará Hugo Rafael. Y al bravo Chávez no le calla ni Dios.
(*) Este relato es una respuesta satírica y cariñosa a la imbécil alocución del senador McCain, tras darse a conocer la renuncia de Fidel Castro. Este oligarca pendenciero declaró que esperaba que Fidel se reuniera pronto con Karl Marx, aludiendo a la muerte del Comandante, tan deseada por el Imperio. Sepa usted, estúpido títere del complejo industrial-militar, empleado de las corporaciones yanquis, que no le llega a Fidel ni a la altura de la zapatilla. Váyase a tomar por saco, John McCain, ojalá que Barack Obama se la meta doblada.
(*1) El Santiago al que se refiere Pasionaria es, evidentemente, Santiago Carrillo Solares (1915-...), ex secretario general del PCE (1962-1982), teórico del eurocomunismo, principal responsable de la debacle comunista en España, actualmente compañero de viaje del presidente Zapatero.
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