A mi padre, en su 57 cumpleaños.
Vine al mundo el 19 de septiembre de 1985, en el hospital de Maternidad, en el cruce de la calle Ribera del Beiro con la avenida de las Fuerzas Armadas, en el interior de un triángulo imaginario de rancio sabor español, formado por tres vértices: la antigua cárcel provincial, la plaza de toros y el cuartel de los Mondragones. Por entonces, Antonio García López ya estaba muerto.
Oriundo del barrio de la Quinta, nacido el 25 de febrero de 1925, en el hogar de Antonia y Plácido, fue el segundo de seis hermanos: Angelitas, Luis, Lolo, Rafa y Kika. Trabajando codo a codo con su padre en la fonda de Nueva del Santísimo, criado entre fogones, guisaba como los ángeles.
Pobre de solemnidad, socio del Granada C.F., militante de los Flechas de Falange, corrió un campeonato de atletismo en el estadio olímpico de Montjuich, quedando segundo, ya que el primero llevaba mejores zapatillas. O por lo menos, eso contaba a sus hijos tiempo después.
Tras ayudar a don Alberto el alemán con sus máquinas de rayos equis, Antonio ingresó en la Fábrica de Pólvoras de El Fargue en 1947. Cerrajero especializado, fue uno de los constructores de las verjas de acceso al recinto de Santa Bárbara, que todavía hoy guardan la entrada a la factoría armamentística.
Casado con Teresa Jiménez de Toro, originaria también de la Quinta, con la que concebió cuatro hijos: Luis (fallecido prematuramente), Mari Tere, José María y Pili. Por aquella época vivían en una vivienda adosada al Carmen de los Mínimos, en la placeta de la Victoria, en el barrio de San Pedro, la parte baja del macizo del Albayzín.
Tras unas inundaciones que destruyeron su casa, el Estado les concedió mediante un alquiler simbólico un inmueble de dos plantas, en la calle Tánger, en la barriada de La Paz. Se mudaron a finales de los años sesenta.
Por aquellos años, el Polígono de Cartuja era un barrio de aluvión, el horizonte común de los granadinos con menos recursos, emigrados del Barranco del Abogado, de la Virgencica, del Albayzín. El caldo de cultivo para una izquierda antifranquista radicalmente revolucionaria, surgida, paradójicamente, en un arrabal fruto de la política social paternalista del Ministerio de la Vivienda. Con el transcurso de las décadas, conforme el empuje antisistema se derretía al sol de la democracia liberal, aumentaron la delincuencia, la marginación y la despolitización en la zona norte de la ciudad de Granada. Se esfumaba así otra esperanza.
El niño de los vermuses, tal y cómo le apodaron sus compañeros de trabajo, por su reconocida afición a tomarse un vermú fresquito en Bodegas La Mancha, apenas pudo superar los cincuenta años. Después de sufrir un accidente laboral que le dejó cojo, un derrame cerebral le arrebató la existencia el 8 de febrero de 1977. Aún no tenía 52 años.
Antonio García López era mi abuelo. Desde crío siempre he notado su ausencia, he mitificado su persona, he imaginado cómo hubiera sido mi vida si él no hubiera muerto tan pronto. Además, cuando adelgacé empezaron a encontrarme parecido físico con él, lo que reforzó la idealización del abuelo en mi psique.
Este texto era un proyecto largamente acariciado, algo que me debía a mi mismo, y a los míos. La venganza prosaica de un nieto huérfano, que intenta restañar con palabras las heridas familiares que deja la historia.
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