miércoles, enero 30, 2008

Tragicomedia de las barras y las estrellas

La sociedad es creada por nuestras necesidades y el gobierno por nuestra maldad, el primero promueve nuestra felicidad positivamente al unir nuestros afectos, el segundo negativamente al restringir nuestras libertades.

(Thomas Paine, filósofo inglés y patriota usamericano)

Es público y notorio para todos que el actor australiano Heath Ledger fue encontrado muerto en su apartamento neoyorquino el pasado 22 de enero. Los medios nos han bombardeado desde entonces, aportando múltiples teorías y versiones de lo ocurrido entre aquellas cuatro paredes. Los mercaderes de las vísceras comercian con dimes y diretes, sirviéndose de la rumorología y de la infamia para hacer caja.

Mi intención no es, ni mucho menos, comentar los pormenores del suceso, sino resaltar la reacción de la Iglesia Baptista de Westboro ante el fallecimiento del intérprete. Refiere el diario mexicano El Universal que en la web de la citada congregación apareció un comunicado, estando todavía caliente el cadáver de Ledger. Entresaca El Universal las siguientes perlas cultivadas: "Heath Ledger pensó que era divertido desafiar a Dios Todopoderoso y sus planes para este mundo; Dios odia a los maricas; Dios odia a la cinta vomitiva de nombre Brokeback Mountain y odia a las personas que tengan algo que ver con ello"; "Heath ahora está en el infierno y ha comenzado a servir su eterna condena".

No tenía el disgusto de haber oído hablar de estos tipejos hasta ahora, no puedo más que calificarlos de traficantes del odio y de la sinrazón. De todas formas, no me extraña el veneno, conociendo a la serpiente que lo produce. Estados Unidos de Norteamérica es una nación enferma, delirante y peligrosa, el mayor imperio que conocieron los siglos, la superpotencia más destructiva de la Historia, enemiga de la libertad y de la justicia.

El águila usamericana gobierna el planeta, controla la economía, se impone militarmente a los denominado Estados Canallas, destruye el ecosistema global, exporta agresivamente el american way of live. Atacando nuestros idiomas maternos, persiguiendo culturas discordantes, gobernando nuestros cerebros y nuestros estómagos. El imperialismo está acabando con el hombre, pasito a pasito, suavemente a ratos, fieramente en otros.

Pero, no se equivoquen, no soy antiamericano. Primero, porque ese adjetivo, propio de apologistas de la violencia imperial, es reduccionista y absurdo, ya que olvida al resto de países que componen el continente americano. Segundo, porque nunca podría estar en contra de 300 millones de personas, cada una con sus virtudes y defectos, la mayoría de ellas, víctimas también del capitalismo. No quiero el fin de USA, no deseo la aniquilación de ese grandioso lugar. Simplemente, soy antiiimperialista, y por ello, enfrento al Imperio, con las humildes fuerzas de las que dispongo.

El fanatismo religioso impregna cada poro de la piel de los Estados Unidos. Los telepredicadores, usando el nombre de Dios en vano, lanzan su verborrea incontenible contra gays, liberales y mujeres, e incluso rezan por el asesinato de Hugo Chávez, como hizo el reverendo evangélico Pat Robertson en agosto de 2005. El fundamentalismo cristiano inventa brujas, con las que poder ejercitar la puntería en la cacería infernal, que socava los derechos y libertades civiles, consagrados en la Constitución de 1776.

La colonización cultural yanqui es un hecho demostrado. Conozco mejor las calles de Nueva York que las de Toledo (el de aquí, no el de Ohio), podría recitar de carrerilla ciudades californianas, con muchísima más fluidez que si me solicitaran los afluentes del Guadiana. Las carteleras de los cines están plagadas de americanadas, ciertamente la industria del entretenimiento usaca es capaz de lo mejor y de lo peor. Lo mismo te quedas anonadado con un Robert Mitchum cualquiera, o te mueres de vergüenza ajena, esquivando la patada voladora de Chuck Norris.

Amo el cine clásico usamericano, degusto cotidianamente el buen hacer de John Huston, la pericia de John Ford, la rudeza sanguinolenta de Sam Peckinpah. Nunca conseguirán los George Bush de turno que pueda olvidarme de Brando, que deje de pensar en el cuerpo de Jane Russell, que no sonría con Jack Lemmon. La mascarada imperial no me impide idolatrar la bonhomía de Ernest Borgnine, ni disfrutar cuando Lee Marvin se hace el duro.

La violencia industrializada constituye el pecado original yanqui, son una sociedad hiperviolenta, los índices delictivos lo demuestran. Dentro del Occidente capitalista, no hay parangón entre la criminalidad usaca y la de sus aliados. Yanquilandia no tiene ni siquiera Estado del Bienestar, el moderado keynesianismo no se practica desde las presidencias de Franklin D. Roosevelt (1933-45).

EEUU
-USA es tan contradictorio como yo, repleto de contrastes, basculante entre John Reed y J. Edgar Hoover, opresor de pueblos y cuna de libertadores. Larga vida a los Estados Unidos, descanse en paz el imperialismo. He dicho.

lunes, enero 21, 2008

Inquebrantable aliento de nosotros

Marcelino Camacho, la ética de la resistencia.


Asistiremos a la autoconstrucción de un dirigente obrero, que luchó como peón de la Historia en la Guerra Civil, y que, a partir de la derrota personal y de clase, se movió como un héroe griego positivo, en la lucha contra el destino programado por los vencedores, personal y coralmente.... Toda su vida será un trabajador que considera que el mundo no está bien hecho. Es decir, que no está hecho a la medida de los débiles.

(Manuel Vázquez Montalbán. Prólogo de las memorias de Marcelino Camacho)

Marcelino Camacho, vanguardia obrera y militante comunista, manos de hierro como suaves tenazas que atrapan el tiempo histórico y lo agitan hasta romperlo, palabras impulsoras de la aceleración del combate, qué potente resuena tu nombre por las calles y las fábricas, qué determinación, 1001, 1002, 1003, en la tribuna y en las negociaciones, qué manera de intuir la política, aprovechar las repetidas estancias en la cárcel y concebir las transformaciones sociales -la revolución científico-técnica, decías-; qué convicción, valentía y honestidad de hombre de izquierdas, de sindicalista.

(María Toledano)

Hubo un tiempo en el que lo imposible fue posible, en el que el socialismo estuvo más cerca que nunca. Corría el mes de Octubre del año 1917 de la era cristiana. Los soviets de obreros, campesinos y soldados, armados de ideas y de sueños, tomaban el poder por asalto. Materializando la teoría leninista, sacudiendo el polvo de las estanterías del marxismo, el proletariado ruso patentaba la primera revolución socialista triunfante.

Los oprimidos aceleraban la historia, destruyendo el feudalismo ancestral, sentando las bases de un nuevo horizonte. Todas las Rusias estallaban en un vendaval de abrazos, una marea de puños cerrados, clamando contra el cielo a abatir.

Los aires de Octubre soplaron fuerte, extendiendo su mágica influencia por el orbe. Una de aquellas brisas vino a topar, en la inmensa estepa castellana, con un lugar perdido de Soria. El niño Marcelino estaba por nacer, en un humilde hogar de ferroviarios, junto a las vías del tren. Los hados se conjuraron con la naturaleza, la locomotora del futuro paró un instante para que se apeara el pasajero del porvenir.

Revolucionario de estirpe, Eulogio Marcelino Camacho Abad nació en Osma-La Rasa el 21 de enero de 1918, hace hoy noventa esplendorosos años. Entre el llanto desconsolado del bebé que abandona el vientre materno y el aniversario del anciano luchador, cabe una vida plena, la biografía de un hombre del pueblo.

La resistencia encuentra su referente ético imprescindible en Marcelino Camacho. Radical desde la cuna, cargado de Razón, fuerte y valiente, porque siempre supo que él sólo era uno más, parte indivisible de la clase trabajadora. Comprometido con los suyos, cuando decidió echarse a los hombros el peso de la libertad, era sólo un chavea, un mozo de apenas 17 años.

1934-1935. La República embarrancaba, dominada por las derechas. Asturias se sublevaba, alegre y sucia, lanzando el carbón de sus minas sobre el terno impecable de la burguesía. El gobierno respondió con fiereza, trasladando por primera vez tropas coloniales a territorio peninsular. El terror legionario anticipó la tragedia de la guerra civil. Los novios de la muerte sentenciaron con vileza el dilema eterno de la revolución española.

El pueblo español debía liberarse de sus cadenas, lo que le iba a costar carísimo. La reacción iba a ser implacable. Es entonces cuando Marcelino decide convertirse en militante del PCE y afiliarse a la UGT (probablemente porque antes se lo impedían por motivos de edad). En esos momentos, algunos de sus coetáneos, como Santiago Carrillo o Fernando Claudín, ya ocupaban puestos directivos en las Juventudes Socialistas.

La lucha de clases desembocó en guerra civil en el verano del 36. Tras descarrilar un tren y refugiarse en Madrid, Marcelino ingresa en lo que luego fue el Ejército Popular de la República (EPR). Camacho no ejerció cargo alguno durante la contienda, a diferencia de otros no tuvo mando en plaza en el período 1936-1939. Peleó como soldado raso en la 29º división del EPR, al mando del teniente coronel David Alfaro Siqueiros, el gran muralista mexicano que atentó en una ocasión contra León Trotsky.

En las postrimerías del conflicto, fue hecho preso por los casadistas, que llenaron los penales de comunistas, para tener rehenes que ofrecer al Caudillo. Huido de la cárcel, cazado esta vez por los nacionales, inició la andadura interminable por presidios y por campos de concentración.

Condenado a trabajos forzados, enviado al Marruecos español, eslabón de la cuerda de presos que construía el ferrocarril Tánger-Fez. Precisamente, la vía del tren, la misma que escuchó atentamente su primer despertar. El destino se cruzaba con Marcelino, que saltaba al interior de un vagón con rumbo desconocido. La locomotora galopaba rabiosa, Marcelino escapaba de los carceleros, cruzando el desierto hasta Argelia.

En Orán le esperaba Josefina. Mujer excepcional, camarada sencilla, nacida de las entrañas de la prodigiosa Alpujarra de Almería (1927). Hija de minero, emigrante africana, militante de las Juventudes Socialistas Unificadas ya en 1941. Josefina conquistó a Marcelino, al compañero de partido, casi sin darse cuenta, con el trajín del combate por una España libre, irrumpió el amor.

Lejos ya de los raíles, Marcelino se hizo tornero-fresador. Paradigma del obrero autodidacta, del trabajador que aprovecha los ratos libres para estudiar y perfeccionar su oficio, incansable catedrático de los motores.

Josefina Samper y Marcelino Camacho se casaron en 1948. Los hijos no tardaron en llegar: la primogénita Yenia y el benjamín Marcel. Despuntaba 1957 cuando las condiciones objetivas les impulsaron a regresar a la patria: Franco había otorgado un indulto parcial en el que quedaba incluido Marcelino, y la empresa Perkins Ibérica necesitaba un jefe de talleres, un puesto idóneo para el perfil profesional de Camacho. Además, el PCE le encargaba una tarea fundamental: reactivar el sindicalismo de clase en un país aggiornado por el verticalismo.

Hechas las maletas, se cerraba la etapa argelina, ahora tocaba volver a pisar el viejo suelo, recorrer las alamedas de un país hundido en la monotonía cruel del fascismo. Marcelino y Josefina desembarcaron en Madrid, y adquirieron una vivienda barata en el barrio de Carabanchel, techo que todavía les cobija. La España de 1957 no era la de 1939. El rigor militar de la posguerra había aniquilado la vanguardia de la clase obrera. Los cuadros dirigentes de las organizaciones proletarias descansaban en lo hondo de las fosas comunes, rumiaban el trago amargo del exilio, o paseaban su derrota por los patios de las cárceles.

Marcelino tenía que plantar las simientes del sindicalismo posfranquista, intentando recuperar las raíces del movimiento obrero de la República. El convoy aminoró su marcha, y Marcelino saltó a las calles de Madrid, dispuesto a conquistar a los sindicalistas del mañana. Codeándose con tradicionalistas y con hedillistas, usando los locales de los Círculos José Antonio, colaborando con el cristianismo de base, unificando la oposición gremial al régimen.

Aprovechando las grietas del sistema, pactando con fuerzas en principio antitéticas, marxista sin manuales ni academias, heterodoxo y puro a la vez, supo organizar el embrión de Comisiones Obreras, antes de que los grises le capturasen.

Alternando la celda con la fábrica, practicando el entrismo en el Sindicato Vertical, desafiando a las fuerzas represoras, supo Camacho cumplir con su cometido. A Comisiones la destetaron entre Marcelino, su entonces fiel Julián Ariza, Nicolás Sartorius, el cura Paco, y otros muchos currantes anónimos. Marcelino siempre concibió Comisiones Obreras (CCOO) como un sindicato asambleario, como una unión de sindicatos, con funcionamiento y planteamientos democráticos. El pluralismo dentro de la necesaria unidad de acción, como pilar fundamental del sindicato clasista.

La década de los 60 fue fructífera para Marcelino. Y también dura, muy dura. La prisión le apartó físicamente de la familia, que no dejó de apoyarle ni un segundo. Las visitas de Josefina se sucedían, mientras los hijos se iniciaban en el activismo antifranquista. Josefina formó parte del frente de las mujeres de los presos políticos, atosigando a los prebostes de la dictadura con visitas inoportunas y peticiones de clemencia y de justicia.

La dirección del PCE, radicada en Moscú, se fijó pronto en aquel soriano intrépido, que parecía estar hecho de acero. Elegido miembro del Comité Central en 1965, viajó a París, donde conoció a Dolores Ibárruri Pasionaria, y al novísimo secretario general, Santiago Carrillo. Éste último, tres años mayor que Marcelino, era el amo del aparato del Partido desde el suicidio de José Díaz (1942). Santiago casi no pisó el frente y vivió la guerra en una cómoda butaca mientras la leal militancia naufragaba en el campo de batalla. Seguro que Carrillo catalogó a Camacho como un enemigo a batir, un obstáculo en su inevitable carrera hacia el éxito.

Josefina tuvo que acostumbrarse a la presencia diaria de un coche camuflado de la policía frente al portal de su casa. Tuvo que lidiar con ciertas llamadas anónimas que perturbaban la tranquilidad del domicilio, a altas horas de la madrugada. Tuvo que soportar la chulería de los polis fascistas, el descaro de los jueces injustos, la insolencia de las autoridades del jodido régimen. Y resistió.

Las huelgas de hambre iniciadas por Marcelino y sus compañeros como método de protesta contra el aislamiento carcelario, pusieron en permanente tensión a los directores de los penales, que no cesaban de trasladarlos de uno a otro presidio. Las perolas de comida, cocinadas por Josefina alimentaron a más de una generación de presos políticos, separados de parientes y amigos, tristes pero esperanzados.

El 20 de diciembre de 1973, la ETA asesinó al presidente del gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco, brazo derecho del Generalísimo. En esa jornada Marcelino era juzgado junto a Sartorius, Saborido o Acosta por el Proceso 1001. La noticia del atentado irrumpió en el juicio tal si fuera un reguero de pólvora, calentando los ánimos de los ultras presentes en la sala, que llegaron incluso a enseñar las pistolas, aterrorizando a los familiares de los sindicalistas. La calma chicha impidió que ocurriera cualquier desgracia, para la infinita suerte de los militantes de CCOO. La curiosa coincidencia entre la fecha del magnicidio y el día de la vista, no hace sino remover las sospechas que pesan sobre aquella acción armada, que privó al dictador de su principal delfín, no sin poner en peligro las vidas de los del 1001.

Menos de dos años después, el 20 de noviembre de 1975, Franco dejó este mundo. Marcelino Camacho permanecía preso en aquellos momentos, en la cárcel de Carabanchel, a tiro de piedra del piso en el que vivían Josefina y Marcel, ya que Yenia se había casado y residía con su pareja en un inmueble cercano. Juan Carlos de Borbón subía al trono, amnistiando a varios miles de presos antifascistas. En el lote iban incluidos Marcelino Camacho, Simón Sánchez Montero y Luis Lucio Lobato, los tres principales dirigentes comunistas del interior.

El monarca mantenía al presidente Carlos Arias Navarro al frente del gobierno. Este siniestro personaje, apodado Carnicerito de Málaga, por su trágica actuación como fiscal militar en la capital mediterránea nada más comenzada la tiranía, obedecía las órdenes del clan Franco. Todavía pasaría Camacho una temporada más en Carabanchel, tras detenerle la policía en mayo de 1976, cuando se encontraba en plena reunión de Coordinación Democrática, la gran plataforma que agrupaba a la oposición.

En julio de aquel 1976, el rey colocó en la jefatura de gobierno al joven falangista Adolfo Suárez, ex ministro secretario general del Movimiento (partido único del franquismo). La operación de reforma pactada del régimen necesitaba un piloto más acorde con las circunstancias. Las altas instancias internacionales que patrocinaban el proceso así lo exigían. De esta magistral tacada, la oligarquía aseguraba su inmenso patrimonio, obtenido a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de los trabajadores españoles.

Los dos partidos mayoritarios de la izquierda (PSOE y PCE) se avinieron a consensuar el nuevo estado de las cosas con las fuerzas reformistas del franquismo. Por mucho que las bases murieran en las manifestaciones, asesinados por los grises o por los incontrolados de la ultraderecha, por mucho que se proclamara la ruptura a voz en grito, la reforma fue ganando adeptos, allanando el camino del juancarlismo.

Tres décadas más tarde, es fácil juzgar a los protagonistas de aquellas horas. Es sencillo caer en el extremismo, en la autocomplacencia, lo difícil es resituarse en esos tiempos inciertos, con un Ejército fascista al acecho, con una URSS que no quería el socialismo para España, con un pueblo sumiso y aleccionado por los propagandistas del dictador. Los líderes que preconizaban la ruptura, cómo el notario Antonio García-Trevijano, fueron rápidamente desplazados de la primera línea política. Marcelino tragó, tragó mucho, sujeto a la férrea disciplina de partido, confuso a veces, sabedor de que el proletariado español se contentaba con un buen maquillaje, un remozado de la fachada estatal.

Elegido diputado en las primeras elecciones legislativas tras 40 años (15 de junio de 1977), reelegido en el 79, mantuvo el escaño hasta enero de 1981, cuando decidió abandonar la política parlamentaria y centrarse en la dirección de CCOO. Secretario general de la Confederación Sindical de Comisiones Obreras desde 1976 hasta 1987, firmante de los controvertidos Pactos de La Moncloa, duro adversario de los gobiernos socialistas de Felipe González, relaciones siempre ambiguas con la UGT, ...

En 1987, el sindicato había logrado convertirse en la fuerza hegemónica del mundo laboral de nuestro país, tras superar escisiones izquierdistas y bandear las bravuconadas carrillistas, con mano izquierda y sentido de la unidad. Marcelino, que tenía ya 69 años, sintió que había llegado la ocasión de pasar el testigo a cuadros más jóvenes y mejor preparados. Su candidato para sucederle era Agustín Moreno, un profesor de instituto treintañero, militante además del PCE. Moreno declinó el ofrecimiento de Camacho, y la secretaría general recayó en Antonio Gutiérrez, entonces también comunista, hoy diputado del PSOE.

La nueva ejecutiva de Comisiones acabó marginando a Marcelino, expulsándolo incluso de la presidencia honorífica del sindicato en 1995. La deriva neoliberal de CCOO es hoy mucho más acusada, siendo su actual secretario general, el médico José María Fidalgo, amigo personal del ex presidente Aznar.

Marcelino es hoy un obrero jubilado, un habitante más del populoso Carabanchel Bajo, un abuelo comunista que saborea cada mañana el café y las magdalenas que le prepara Josefina. Su antiguo camarada, Santiago Carrillo, es una estrella mediática, el apóstol de la Santa Transición, que conoce al dedillo platós televisivos y estudios radiofónicos. Para la izquierda zapaterista Don Santiago es una autoridad en cualquier materia, y Marcelino sólo una anécdota.

90 eneros cumples hoy, compañero. 90, se dice pronto. Eres uno de mis referentes, el referente de miles de comunistas, la viva estampa de la honradez obrera. Sin tu ejemplo, la honestidad y la dignidad no significarían lo que significan. Sin tu largo recorrido por el siglo XX, estaríamos más huérfanos.

Te rindieron un homenaje algo desangelado, a la medida del sindicalismo de servicios que ahora padecemos. Te merecías muchísimo más, querido Marcelino. 14 años de cárceles y campos de concentración, más de 15 de exilio, de emigración como tú la llamas. Multitud de premios y condecoraciones, sobre todo el de la Coherencia, que te otorgaron los mineros palentinos de Guardo, que lo tienes en tu casa como oro en paño.

Josefina sigue ahí, octogenaria y cariñosa, atenta a su Marcelino, corajuda y fantástica mujer obrera. Yenia y Marcel os han dado muchos nietos, herederos de vuestra tradición guerrera. Creo que Yenia sigue de jefa de Medio Ambiente en el Ayuntamiento de Coslada y Marcel de asesor del Consejero de CCOO en RTVE.

Recuerdo con exactitud las fechas de mis tres visitas a vuestro domicilio: 25 de febrero de 2006, 10 de agosto de 2006 y 1 de enero de 2007. Manías con el calendario que tiene uno. Os agradezco desde esta tribuna digital vuestra hospitalidad, la dulce manera en que habéis aguantado mis preguntas, impertinentes quizás, deseosas de conoceros mejor seguro. Un abrazo camaradas.

El tren acelera su marcha, sigue atravesando las llanuras de esta España aburguesada, sigue tronando por mares y océanos, levanta el vuelo hacia la Luna, el maquinista va saludando al buenazo de Marcelino, que descansa un rato, para luego echar a andar, cogido del brazo de Josefina. A la vera de la revolución, en la vereda de las estrellas, brilla Octubre. En un segundo, un minuto, un siglo, estaremos en el Palacio de Invierno.

lunes, enero 14, 2008

El crepúsculo del poeta

Apuntes y delirios en torno al fallecimiento de Ángel González (1925-2008).


Y el poeta exhaló el último suspiro, en la madrugada del sábado 12 de enero de 2008. La palabra perdía así a uno de sus más fructíferos alfareros, según opinan propios y extraños. Yo, que nunca he sido muy aficionado a la poesía, que no he aspirado el aroma de las flores del mal ni me he visto tentado por la realidad ni por el deseo, no tengo ningún derecho a calificar los versos de Ángel González.

Desespera comprobar, que tras cada muerte, se suceden los mismos elogios, las mismas declaraciones huecas, los mismos sollozos, la interminable procesión de lágrimas de cocodrilo. No importa que el finado sea de derechas o de izquierdas, del Atleti o del Madrí, catalán o vascongado, amigos y enemigos pugnarán por dorar la píldora del que ya no está, del que no puede decir esta boca es mía.

La sociedad del espectáculo requiere de estos circos lamentables para sobrevivir, necesita como agua de mayo un funeral encopetado de vez en cuando. Los curritos tienen que aprender que la vida se acaba, que el carnaval se agota cuando se empeña la biología. Loas al ausente, sobredosis de azúcar, buenos sentimientos, que lástima de palmarla para que luego lamenten la desgracia los cuatro paniaguados de turno.

A pesar de ser hincha del equipo prosaico (que no prisaico), conocí en persona a Ángel González, en el mes de diciembre de 2002, en el marco de la celebración del centenario de Rafael Alberti. Yo acudí a aquella cita, fundamentalmente, para ver y escuchar a Joaquín Sabina, que se anunciaba iba a hacer presencia en el ceremonial. Sabina no estaba sólo, sus amigos de la última hora, los "poetas líricos", completaban el elenco.

Desfilaron por la nave central del Hospital Real de Granada, sucesivamente, Luis García Montero, Almudena Grandes, Benjamín Prado, José Manuel Caballero Bonald, Felipe Benítez Reyes, Enrique Morente, y los ya mencionados. Recordando al maestro Rafael, desgranando vivencias comunes, anécdotas, cantando, recitando, se consumió el acto. Joaquín se escabulló pronto, abandonando el recinto de puntillas, siendo perseguido por legiones de fans hasta el hotel donde se alojaba, en la cercana Gran Vía de Colón.

Con el flaco de Úbeda fuera de combate, conseguí agarrar del hombro a unos desprevenidos Ángel González y Caballero Bonald, que estaban desfallecidos tras superar tremenda escalinata. Sendas fotografías con los ancianos, que corrieron a refugiarse tras una puerta de madera maciza que sujetaba el siempre caballero Luis García Montero. Punto y final. La lírica se desvaneció tras los goznes del portón, y por mucho que jovencitas y jovencitos intentaran localizar al cantautor canalla, un correcto Luisito les supo cerrar el paso.

El menda, contento tras capturar el alma de dos cándidos artistas con la sufrida cámara analógica, feliz tras haber captado al mágico Sabina en compañía del catedrático Juan Carlos Rodríguez (ese marxista a un sombrero pegado), se largó con viento fresco.

Han pasado cinco años desde entonces. Ahora ya no uso el peine, no por falta de ganas sino por escasez de folículos capilares, calzo otras gafas, y sobre todo, he dejado 40 kilos en el camino, 40 razones que han cambiado mi cotidianeidad. El instituto y la facultad quedaron atrás, no soy el hombre nuevo que predicaba Guevara, pero tampoco aquel gordito introvertido que se escondía tras un careto de pan de Alfacar.

Entre el hoy y el ayer, entre la foto y la esquela, descubrí más datos de la biografía del vate asturiano. Leyendo Caza de Rojos, esa espléndida novela negra de José Luis Losa, surge un Ángel misterioso, un James Bond castizo que comparte mujer con el general Jorge Vigón, ministro de Obras Públicas (1957-1965), y paisano suyo. El poeta es militante del PCE, un clandestino más en el frío pedregoso del franquismo, atraído al Partido por el camarada Federico Sánchez, sosias de Jorge Semprún.

La cantera intelectual comunista era impresionante: Armando López Salinas, Antonio Ferres, Jesús López Pacheco, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo, Juan Marsé, Francisco Rabal, Juan Antonio Bardem, Ricardo Muñoz Suay, Pepe Ortega, ... La expulsión de Semprún del PCE en 1964 arrastraría a algunos de estos nombres hacia las tinieblas exteriores. Comenzaron las deserciones a la vez que Santiago Carrillo homogeneizaba el Partido a su imagen y semejanza. Luego vino la Primavera de Praga, los tanques soviéticos reventando el socialismo de rostro humano, lo que no hizo sino confirmar la desbandada general.

Ángel González escogió el exilio universitario, al igual que Ferres o López Pacheco. Franco se extinguió en la cama, perpetuándose su régimen en la subsiguiente monarquía. Regresaron los desterrados, se legalizaron los partidos políticos de oposición (no todos), se amnistió a los jerarcas fascistas, se impuso la amnesia por decreto, consolidándose un Estado mediocre y aburrido, dominado por la gran banca.

Cuentan los periódicos que Ángel no llegó a volver de todo, residiendo a caballo entre España y los Estados Unidos, donde enseñaba Literatura en la Universidad de Alburquerque. Hizo buenas migas con el clan de García Montero, recuperando la amistad de Pepe Caballero Bonald, veraneando el grupo en la costa gaditana.

Con respecto a este conjunto de amigos dedicados a la poesía y a la narrativa, les recomiendo lo que Rafael Reig, el nuevo enfant terrible de las letras españolas, les dedicó en Público el día de Reyes. Empieza así la cosa: "el poeta asturiano editó este año un doble álbum recopilatorio de sus temas más conocidos, grabados en directo en varios polideportivos, acompañado de las grandes figuras de la poesía y las artes, con las que interpreta duetos, todos abrazados sobre el escenario y a menudo con pegatinas contra la guerra y contra el catarro. Les sobran los motivos (y los ombligos, a cuya contemplación se dedican numerosas páginas)".

Destila mala leche el texto de Reig, una ironía incisiva y totalmente necesaria, porque este singular conjunto de progres ya cansa. Cansan sus buenas maneras, su izquierdismo elitista, su servidumbre al dios Prisa. En Granada, mi perra y facciosa ciudad, entre Luis García Montero, poeta oficial y oficioso del reino, y su hermano pequeño Juan, que es concejal de Cultura por el PP, la política cultural es una merienda de negros. La actitud de Luisito para con el mercenario cubano Raúl Rivero es digna de mención, esperpéntico ejemplo de la degradación de la gauche divine.

En 2004, Ángel González ganó la primera edición del Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca-Ciudad de Granada. Es preciso reseñar aquí lo dicho por el también profesor de Literatura de la Universidad de Granada, José Antonio Fortes, en una conflictiva reunión departamental en la que se enfrentó abiertamente a García Montero. Fortes calificó de apaño entre Luis y su hermano Juan la concesión del citado Premio, según relata Ideal . Posteriormente, Montero le replicó con maldad en El País .

El poeta feneció en fin de semana, sus deudos le lloran, sus lectores le repasan, los demás seguimos resistiendo, con más pena que gloria. En fin, un abrazo gente.

lunes, enero 07, 2008

La confesión de Omar Sharif

Una aproximación muy particular a ¡Che! (Richard Fleischer, 1969)


Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.

(Julio Cortázar)

Yuri Zhivago ya no tiene el brío de antes. Cabellos blancos, gafas de ver, la mirada perdida, sólo es un anciano de 75 años, ajada gloria del séptimo arte. Demasiado aficionado al bridge, dilapidó su fortuna en los casinos y salas de juego de medio mundo. Violento y alcohólico, agresor de policías y de aparcacoches, sus últimas declaraciones me tomaron por sorpresa.

A principios del pasado mes de diciembre, navegaba por el portal bolivariano Aporrea.org cuando reparé en el siguiente titular: “Omar Shariff se arrepiente de haber interpretado al Che en una película manipulada por la CIA” . Intrigado, pinché la noticia y la leí. Daba la casualidad de que esos días me estaba descargando en Emule ¡Che! (Richard Fleischer, 1969) , el film al que se refería Sharif .

Hace unos cuantos años, tuve la oportunidad de visionar ¡Che!, gracias a una promoción del diario El Mundo. Conservo todavía la cinta VHS, arrumbada en el fondo de un armario. La rescato en esta ocasión para revisar el texto que figura en la carátula, pergeñado por el escritor argentino Horacio Vázquez Rial. Este caballero, que actualmente ejercita su pluma en el libelo digital del infame FJL , define la película de Fleischer como "un intento, loable en el marco de la política de bloques, de rescatar al Che y situarlo por encima de la contienda".

Permítame disentir de su opinión, señor Rial. Estoy más de acuerdo con el propio Sharif, que, según recoge Radio Cooperativa , considera este trabajo como el peor error de su vida, ya que fue "enteramente manipulado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA)". Añade el actor egipcio que su papel de Che tuvo cierta dignidad, debido a que él lo había exigido en contrato, pero que "el Fidel Castro que interpretó Jack Palance y la película en general (dirigida por Richard Fleischer) resultó un producto fascista".

La conclusión de Omar Sharif es que "la CIA estaba detrás, querían hacer una película que agradara a los cubanos de Miami y yo sólo me di cuenta al final". Atina bastante Sharif con esta inspirada afirmación.

Ahora que he tenido la oportunidad de ver de nuevo ¡Che!, voy a intentar desgranar las claves de esta obra cinematográfica, sin destriparla. Richard Fleischer concibió el film como un falso documental, plagado de supuestos testimonios reales sobre Guevara. Durante todo su metraje, una serie de personajes relatan sus encuentros y desencuentros con el guerrillero argentino.

Comienza ¡Che! contraponiendo las palabras de dos cubanos, uno taxista en Miami y el otro, oficial en el Ejército Rebelde. El primero culpa al Che del fusilamiento de su hermano, mientras que el segundo proclama entusiasmado que Guevara le enseñó a leer, siendo el gran responsable del florecimiento educativo en la Cuba revolucionaria. A partir de aquí, las opiniones del militar cubano se alternaran con las de dos opositores a la Revolución, antiguos combatientes y colaboradores de la causa fidelista, y con las de dos de los hombres que secundaron el sueño guevarista de asaltar los cielos bolivianos.

A principios del filme, el Che-Sharif tiene que escoger entre la medicina y el combate, abandonando a los heridos a su suerte y arremetiendo victoriosamente contra las tropas batistianas. Cuando los barbudos descubren la existencia de un traidor entre los suyos, es Ernesto-Omar el que lo asesina fríamente, sin esperar al juicio que proponían Fidel o Raúl.

Fidel Castro-Jack Palance es un segundón en el film, un obtuso comandante, que depende cada vez más del médico rosarino, del que se burlaba tras el desembarco del Granma. Fidel-Jack es un ser vacío, carente de ideas propias, un estratega desastroso, algo confuso ideológicamente. Un adicto a los puros, a la benzedrina y al coñac, que desfila por La Habana enfervorecida, el 1 de enero de 1959, gozando de las mieles del éxito, mientras el Che-Sharif fusila a los criminales de guerra de Batista, sufriendo los sinsabores del triunfo.

Hasta Horacio Vázquez Rial reconoce que Fidel-Jack es "mucho menos inteligente, mucho menos sutil, mucho menos políticamente hábil que el Fidel real, probado por cuarenta años de poder". El devenir de la Revolución Cubana, vivita y coleando medio siglo después, superviviente del naufragio soviético, pese a los vaticinios de sus detractores, demuestra lo absurdo del papel de Jack Palance. Fidel Castro Ruz es, sin duda, una de las mentes más lúcidas de la actualidad, analista incisivo de la realidad realmente existente, tras su enfermedad y retiro de la primera línea.

Ernesto Guevara-Omar Sharif es un visionario, un mesías del comunismo, un apóstol de la violencia, cuyos ojos están casi inyectados en sangre. Rechaza las peticiones de clemencia de un sacerdote y de un comandante revolucionario (Huber Matos, o quizá Eloy Gutiérrez Menoyo), acribillando a los batistianos en La Cabaña. Recomienda a Fidel la creación de una milicia popular, presta a defender las conquistas sociales de la Revolución. Se enfrenta al Comandante en Jefe tras la retirada de los misiles soviéticos, exigiéndole que se apodere de ellos, para tener así en sus manos a los dos imperialismos, el yanqui y el ruso.

Hablando de la crisis de los misiles, ¡Che! deja caer que la instalación de estos fue una iniciativa del propio Guevara-Sharif, mencionando únicamente de pasada la invasión de la Bahía de Cochinos. De esta fraudulenta manera, Cuba aparece como agresora, como amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos. No menciona el filme que si Cuba aceptó la propuesta soviética de colocar allí las lanzaderas y los misiles fue como respuesta al embargo y al terrorismo anticubano, decretados desde la orilla izquierda del río Potomac.

Richard Fleischer adolece de maniqueísmo, fomentando la dicotomía inexistente entre Ernesto Guevara y Fidel Castro. Esta versión del desafío verdeolivo se ha convertido en uno de los pasatiempos preferidos de la contrarrevolución, y también de algunas izquierdas, que ensalzan al argentino y ningunean al cubano. Castro-Palance renuncia a la revolución mundial, desecha el internacionalismo y se centra en la dirección del socialismo isleño. Guevara-Sharif, molesto para los soviets y peligroso para los usamericanos, parte de Cuba hacia Bolivia, dispuesto a que el tableteo de ametralladoras impusiera el amanecer de una nueva América.

Olvida ¡Che!, que el Guerrillero Heroico fue teórico a la par que hombre de acción, que probó la selva congoleña antes de perecer en el Altiplano boliviano. No recuerda, o no quiere recordar, que Fidel apoyó la táctica foquista del Che (¿Quién no ha oído hablar del castroguevarismo?), proporcionando armas y soldados para la aventura insurgente.

Los delitos del Che son achacables a Fidel, y viceversa. Es un paquete, o todo o nada. Considero más sincera y más leal la actitud de aquellos que difaman al dúo que la de quiénes critican el régimen cubano vestidos con una camiseta del Che. No soporto las medias tintas, prefiero distinguir bien al enemigo, saber hacia donde tengo que apuntar la malafollá*.

La guerrilla boliviana del Che Guevara es analizada en ¡Che! desde dos puntos de vista divergentes: el de un guerrillero boliviano, cabreado con Guevara-Sharif por su racismo antiindígena y el de un cubano, interpretado por el actor afroamericano Woody Strode, protagonista de El Sargento Negro (John Ford, 1960). Strode podía estar interpretando a Pombo o a Urbano, los dos únicos supervivientes afrocubanos de la emboscada de la Quebrada del Yuro.

En esta postrera gesta, Che-Omar es más que nunca un santón, un iluminado consumido por el asma, que desobedece el mismísimo manual de La Guerra de Guerrillas, lo que precipita su fin. ¡Che! muestra la reunión de Guevara-Sharif con Mario Monje, secretario general del Partido Comunista Boliviano en los 60. Este sujeto, que entorpeció en cuanto pudo las acciones guerrilleras, era un títere de la URSS, un alfeñique ortodoxo, cipayo del estalinismo desestalinizado.

La participación de la CIA en la caza y captura del Che Guevara se oculta deliberadamente, incluso se niega. Gary Prado, capitán de los rangers bolivianos, es el responsable directo del asesinato de Guevara-Sharif, siguiendo ordenes de instancias superiores (el nombre del general René Barrientos, presidente del país en aquellas fechas, no se escucha en ¡Che! ). Lo que sí refleja este producto hollywoodiense es el nacimiento del mito de San Ernesto de la Higuera, alimentado por los mismos campesinos que le habían denunciado.

¡Che! fue un instrumento al servicio del imperialismo yanqui, que utilizaba el cadáver oculto de Guevara para arremeter contra Fidel Castro, primer ministro de una Cuba amenazada, aliado firme de la Unión Soviética, alianza vital que permitía al pueblo cubano no morirse de hambre. ¡Che! provocó que ardiera un cine en Paris, y que los cócteles molotov no faltaran en las salas de Chile o Argentina. Aún así, era muy pero que muy roja para el sector más ultraconservador de Yanquilandia.

El director de este fiasco (en taquilla y en el buen gusto de los cinéfilos) fue Richard Fleischer (1916-2006), responsable de maravillas tales como Los Vikingos (1958), El Estrangulador de Boston (1968) o Cuando el destino nos alcance (1973). La carrera de Fleischer estuvo trufada de bodrios alimenticios, esos que ayudan a los asalariados del cine a mantener el césped recortadito, o a pagarle unas tetas nuevas al ligue de turno.

No es necesario que les presente a Omar Sharif. Muchos recordarán Doctor Zhivago (David Lean, 1965), su papel cumbre, que le instaló de por vida en el corazón de las gentes. Precisamente, la persona que dio a conocer la novela de Boris Pasternak a nivel planetario fue el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli, que además publicó en primicia el Diario de Bolivia, de Ernesto Guevara de la Serna. Feltrinelli, militante del Partido Comunista Italiano, hizo mundialmente famosa la foto que Alberto Korda le tomó al Che durante el funeral por las víctimas del atentado terrorista contra el vapor La Coubre, en marzo de 1960, al colocarla en la portada del citado Diario. Encontramos así una nueva conexión entre Omar Sharif y Che Guevara: el desgraciado Giangiacomo Feltrinelli, que moriría trágicamente en 1972 cuando intentaba volar una torre de alta tensión a las afueras de Milán. El millonario de los libros, el impecable compañero de viaje del PCI, fallecía guevarista, guerrillero imposible.

Este torrente de pensamientos, plasmados en este blog, que ya es más suyo que mío, surgió con la postrera confesión de Omar Sharif, el Yuri Zhivago de nuestra memoria sentimental. Salud Omar, cuídese usted. Las viejas estrellas nunca se apagan, por más que les pese a algunos.

*Dícese de una cualidad inmaterial e inherente a todo granaíno. Viene a ser como una mezcla de apatía, desgana y lo contrario de simpatía.

jueves, enero 03, 2008

La homosexualidad como fetiche

Están intentando convertir en objeto de consumo un prototipo de imagen de homosexual que, en realidad, nos convierte en esclavos del mercado para ser respetados. El homosexual es ciudadano respetable según su condición de consumidor.

(Colectivo Liberacción)

No tengo ningún amigo gay ni ninguna amiga lesbiana. O por lo menos eso creo, aunque nunca se sabe. De hecho, no hay porqué saber. Cada uno tiene derecho a preservar su intimidad, a resguardar su interior del acecho de las habladurías.

He empezado este texto así, porque no soporto a los tunantes que enmascaran su homofobia, refiriendo sus supuestas amistades en el ámbito homosexual. Tampoco trago a la progresía reinante, que utiliza esta misma puta frase para ganarse los votos y los afectos de la comunidad gay.

La homosexualidad es una opción sexual más, tan respetable y tan natural como el resto. Por mucho que se empeñen los católicos integristas y sus acólitos de Falsimedia, no es una enfermedad ni una maldición bíblica. Es un estado del ser, un hilo cualquiera de la compleja madeja en la cual se desenvuelve la humanidad.

En estos últimos tiempos la homosexualidad se ha banalizado, ha sido reconvertida en un objeto de consumo, en un juguete nuevo del santísimo mercado. Notorios homosexuales copan las pantallas de televisión, despellejando al famoserío o pontificando sobre cosas de las que no tienen ni zorra idea. Exagerando al máximo, utilizando su condición sexual para divertir al personal, insultan a su propio colectivo, adornando con su solicitada presencia el circo mediático que sufrimos (y que merecemos).

Perseguidos, torturados y encarcelados por los fundamentalismos religiosos de cualquier signo, olvidados por el bendito marxismo, que en muchas ocasiones contribuyó también a su desdicha, hombres y mujeres consumidos en la hoguera, sólo por ser diferentes. Uno de los puntos negros de mi admirada Revolución Cubana fue su actitud pasada hacia los homosexuales, felizmente superada y corregida.

El Imperio se hace abanderado de la causa arcoiris, con el odioso objetivo de justificar la próxima invasión de Irán. Ese maldito Imperio, formado por 50 estados, algunos de los cuales tipifica la sodomía como delito. Tras el atentado del 11 de septiembre de 2001, los imperialistas usaron argumentos feministas para respaldar el ataque contra Afganistán. En enero de 2008, el burka sigue siendo la prenda estrella en la triste pasarela afgana.

No es guay ser homosexual, ni debe serlo. No es antinatural ni pecaminoso, es algo normal. No hay que maldecir a los homosexuales, ni elevarlos a los altares. Todos los ciudadanos debemos disfrutar de idénticas libertades, libertades que nunca podrán realizarse en este sistema criminal. La ampliación de derechos civiles hacia estos grupos es positiva, siempre que entendamos que se enmarca en un proyecto electorero y vacío de principios sociales (ese magma ante conocido como PSOE).

Yo no tolero a los homosexuales, porque la tolerancia implica situarse en una posición de superioridad sobre los tolerados. Y resulta que no me considero superior a nadie, porque creo en la igualdad, la denostada y vituperada igualdad.

El capitalismo nos fabrica, nos utiliza y nos tira, cuando ya no le servimos. La socialdemocracia, que gestiona en estas horas el devenir español, nos acaricia el lomo y nos acerca la zanahoria mientras esgrime el palo. Esta versión light de la realidad, ha entronizado a cierto tipo de homosexual como modelo a seguir: Un gay (o una lesbiana), sin ningún tipo de inquietud social, no digamos pretensiones subversivas, con una buena posición económica, siempre a la última moda.

Señores, estamos hablando de temas muy serios, aspectos relacionados con la identidad sexual de un ser humano, por favor, no frívolicemos. Ya se que venderíais a vuestra misma madre, y por ello, no os importa jugar con los sentimientos de un maricón o de una bollera. De todo hacéis negocio, hasta de la vergüenza de la que carecéis. Es inútil pediros un favor: que concibáis la homosexualidad tan humana como la reproducción.

Maldigo a los mercaderes, que trafican con sus semejantes, maldigo a las mafias rosas, que rentabilizan su condición sexual, maldigo a los politicastros que nos engañan, y maldigo a los empresarios que los eligen. Intentemos el socialismo, pues. O inventamos, o erramos.