martes, mayo 29, 2007

Tras el ciclón electoral *

El caimán ha ganado. Ha ampliado su mayoría absoluta, doblegando al PSOE, que traía de cabeza de cartel a un candidato perdedor. Izquierda Unida ha mantenido sus dos concejales, Lola Ruiz y Manolo Morales. Pepe Torres Hurtado, aquelarre de todas las derechas posibles, ha arrasado, cómo señalaban las encuestas.

Granada, abúlica, anestesiada, comodona, aburrida, se ha suicidado políticamente. Los granadinos que han votado al Partido Popular aceptan de buena gana la destrucción de su ciudad. Los abstencionistas (43,20% del electorado), reniegan de su papel de ciudadanos, colaborando indirectamente en la aplastante victoria de la derecha. Que no me vengan ahora cuatro anarquistas o cuatro izquierdistas, apropiándose de la abstención, que ya dan bastante pena.

Torres Hurtado ha sabido capitalizar las obras públicas, de dudoso gusto, que han invadido nuestra ciudad durante estos últimos cuatro años. Sus votantes, 60.000 en una ciudad de más de 200.000 habitantes, se sienten identificados con él y con su partido. Este señor no es un pepero más. Es un cateto espabilao, estrecho de miras, que representa lo peor de nuestra raza. Carece de la gracia albayzinera de Kiki Díaz Berbel, aunque no es tan sieso y tan pastoso cómo el socialisto Javier Torres Vela.

Granada ha hipotecado su futuro, alegremente. Ha optado por un cambio radical, por una cirugía agresiva que remiende su historia y su belleza. Siempre ha sido así, aunque nos duela reconocerlo.

Esta ciudad de provincias asesinó a sus mejores hijos, los fusiló en el cementerio, los bombardeó desde la Alhambra, los enterró en Víznar, los sepultó en el olvido. La izquierda real siempre fue una minoría, amenazada por la chusma de bien. No se le pueden pedir peras a un olmo.

Granada es una ciudad universitaria, fiestera, noctámbula y liberal en sus costumbres. Marchosa y alegre, esconde un terrible secreto: bajo la modernidad, agazapado, oculto, acechante, respira lo más negro del alma española.

España es un monstruo bifronte, un país esquizofrénico al que amamos y odiamos a la vez. Una de sus caras nos asusta porque conocemos su poder y su maldad, la otra es más pequeña y quizás esté ya muerta. Una vez, hablando con un camarada, surgió el concepto de patriota póstumo. Con este término, intento referirme a aquellas personas, partidarias de la restauración de la República, que nacieron tras el fin de la guerra civil, una vez aniquilada la España Roja. Patriotas póstumos, patriotas prenatales, que luchan por la Tercera República.

Esta España que mataron en el 39, sigue viva en ciertos lugares de nuestra geografía. Por ejemplo, en Alcalá del Valle, localidad de la Sierra de Cádiz, donde, con una participación del 86,10%, Izquierda Unida ha logrado la mayoría absoluta frente a un PSOE derechizado. Al conocer estas cosas uno siente envidia sana.

Desde hoy, desde cualquier trinchera, debemos de plantar cara al Ayuntamiento de Granada, fiscalizando todos sus movimientos, denunciando cualquier irregularidad, con la ley en la mano y el puño levantao. No hay que ceder ni un palmo, no hay que olvidar ningún ámbito. Lucha sindical, lucha vecinal, lucha ecologista, lucha institucional. Olvidar el triunfalismo, enfermedad infantil del electoralismo, apostando por el combate.

Arrasó el caimán. Al cacique ya ni te lo imponen, lo votas y después te vas de tapas. Pobre Graná, llena de granaínos.

*Granada (Desgranada). Tercera entrega.

sábado, mayo 26, 2007

Humor Fascista


El panfleto que precede a estas líneas es una buena muestra del ideario de cierta derechona española. Elaborado por un fascista anónimo, fue colocado anoche en los parabrisas de los coches en el granadino barrio del Realejo. El sujeto que ha redactado este manifiesto es, seguramente, un español de orden, poseedor de una amplia cultura, experto en ortografía y en gramática castellana.

Gracias a tipos cómo él los rogelios podemos soñar por un instante que ZP (Zapatero Peligroso, según deduce sabiamente nuestro avispado facha) es marxista, que preside un gobierno revolucionario, que va a dar la vuelta a la tortilla de una puñetera vez. Desde aquí, mi saludo y mi agradecimiento para ese desconocido que nos ha hecho reír tanto.

Salud y República.

Posdata: Mañana, todos a las urnas para echar a Pepe Torres.

lunes, mayo 21, 2007

Robert Mitchum, nosotros que te quisimos tanto


Han transcurrido casi diez años desde ese día. Fue el 1 de julio de 1997. Lo recuerdo vagamente, en medio de aquel verano de mudanzas. Iba a abandonar el barrio en el que había nacido y crecido, el lugar en el que había jugado, había peleado, había llorado y reído. Nos trasladábamos al otro extremo de Granada, cerca de los abuelos maternos. Todavía tenía 11 años cuando murió Robert Mitchum.

Parque Nueva Granada, barrio peculiar y curioso, a caballo entre el campo y la ciudad. Bloques de colores, iglesia de San Juan Bautista, fábrica de ladrillos, cortijo de La Campana, librería de Mari Pepa, infancia perdida, amigos que ya no están... Apurábamos nuestros últimos días en el Parque. En el otro extremo del mundo Mitchum fumaba el último Pall Mall, a la vez que su vida se apagaba. Moría un gigante de la interpretación, la menos rutilante de las estrellas hollywoodienses.

Robert Charles Durman Mitchum fue un hombre complejo, un ser humano atrapado tras una gabardina raída, oculto tras unos ojos gachos. Aventurero, bebedor, consumidor de marihuana, irresistible para cualquier mujer, mal padre, cantante sin éxito. Nunca fue un actor del Método, siempre lo despreció. Para él, interpretar un papel sólo era recitar unas cuantas frases, un oficio fácil por el que conseguía muchísimo dinero. Sincero, desgarrado, rebelde, su sombra ocupaba toda la pantalla.

En la época de la Gran Depresión, cuando millones de usamericanos perdieron sus empleos, Mitchum fue uno de aquellos vagabundos que recorrieron todo el país, colándose en los trenes, siempre temerosos de los guardias, que asesinaron a muchos de estos buscavidas. En la película El Emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973) se reflejan los avatares y vivencias de estas gentes, la cara oculta del sueño usamericano.

Aquel chaval de Connecticut conoció las miserias del capitalismo de cerca. Su concienciación social fue tan fuerte, que incluso llego a escribir una obra teatral protagonizada por un líder sindical. Amante de la literatura, boxeador semiprofesional, encadenado en una cuerda de presos, compositor de canciones para su hermana mayor. El teatro, y luego el cine, se cruzaron con él de casualidad.

Casado desde jovencito con su primera novia, empezó su carrera cinematográfica cómo extra. Desde entonces siempre fue un ardiente defensor de los derechos laborales y económicos de los extras, enfrentándose con directores y productores de algunas de sus películas, exigiendo la mejora de las condiciones de estos parias del cinema. Comenzó a despuntar en westerns de serie B, ejerciendo de malvado sin afeitar. Nacía la leyenda, se edificaba el mito.

A principios de los 40 nacieron sus dos hijos varones, Jim y Chris. Ambos, con más o menos fortuna, intentaron seguir la estela de su padre. Jamás lo lograron. La genialidad no se hereda. Mitchum sólo hubo uno.

Quizás fue Encrucijada de Odios (Edward Dmytrik, 1947) su primer gran éxito. Encabezada por los tres Roberts (Robert Ryan, Robert Young, Robert Mitchum) y por Gloria Grahame, constituye un brutal alegato contra el racismo y la xenofobia, un ataque directo al sistema, que se preparaba para el macartismo. Precisamente, el director de esta película, Eddy Dmytrik, militante comunista, fue uno de los Diez de Hollywood, encarcelado durante seis meses, delator de los suyos, arrepentido años después.

Con Retorno al Pasado (Jacques Tourneaur, 1947) Mitchum se abrochó la gabardina, de la que no se desprendería en cincuenta años. Su primer papel de detective le permitió inaugurar el cinismo tan característico, marca de la casa. El malo de la película fue interpretado por Kirk Douglas, que también empezaba en esto de actuar. Surgió una rivalidad que solo se enterró con la muerte de Mitchum. Douglas, metódico y disciplinado (Fue uno de los primeros actores que aplicó el Método Stalisnavsky) tenía que chocar con Mitchum, anárquico y antimétodo por naturaleza. Dos monstruos de la escena en conflicto, más fuego para la fragua donde se crean las leyendas.

Rodando multitud de filmes para la RKO, a lo que estaba obligado por contrato, Bob desperdició su talento. A diferencia de otros actores tuvo una relación más o menos buena con el millonario texano Howard Hughes, propietario de la compañía y sultán de un harén muy particular, formado por bellas muchachas que aspiraban a figurar en los títulos de crédito de algún film de la RKO. De este harén, fiel réplica de la personalidad oscura y contradictoria de Hughes, proceden actrices cómo Jane Greer, Jane Russell o Ava Gardner. El Aviador (Martin Scorsese, 2004) retrata parte de la vida de este magnate, desmesurado y obsesivo hasta el final.

Desde mi punto de vista, La Noche del Cazador (Charles Laughton, 1955) es su mejor película. Mitchum roza el Olimpo al dar vida a este tortuoso personaje. Paradójicamente, tuvo que ser un actor británico, el tremendo Sir Charles Laughton, el que diseccionara el alma usamericana al dirigir esta obra maestra. Nada más y nada menos que Laughton, gordo, homosexual, izquierdista, hombre de teatro, frente a otro portento yanqui (de antepasados irlandeses y noruegos). Este filme es un cuento infantil, una historia para niños, con sus buenos y sus malos. Mitchum encarna al reverendo Harry Powell, representación de los valores más tradicionales del Profundo Sur. Despiadado, criminal, pendenciero, simboliza perfectamente la doble moral, la hipocresía, el puritanismo que anida en el alma de los Estados Unidos. Hate y Love. Odio y Amor. El imperialismo disfrazado con ropajes de democracia.

Un único papel cómo éste justifica todo una carrera en el cine. Mitchum noquea a su propio país, aireando sus vergüenzas, exhibiendo sus miserias, con la mueca maldita de Harry Powell. A partir de entonces, Bob Mitchum se convirtió en un astro de la pantalla, por derecho propio. Amigo de las broncas tabernarias, borracho, peleón, agresivo, compañero de farras de Frank Sinatra o Broderick Crawford, amigo íntimo de Marilyn Monroe. Porrero incansable, cultivador de su propia maría, ligón de mil y un mujeres, esposo fiel de Dorothy Spencer, padre arisco de Jim, Chris y Perrine.

Sin duda, Robert Mitchum fue el predecesor de Marlon Brando, James Dean o Paul Newman. Él, enemigo de la escuela del método, precedió la generación de rebeldes con causa, alumnos todos del Actor´s Studio. Siempre fue el mejor de los perdedores, el más duro de los vaqueros, el más descarnado de los detectives (junto a Bogart). Verdaderamente, Mitchum estaba hecho del mismo material que El Halcón Maltés (John Huston, 1941): aquel con el que se forjan los sueños.

Aficionado a la música desde niño, saxofonista en sus ratos libres, se interesó por el calypso cuando viajó a la isla de Trinidad para rodar Fuego Escondido (Robert Parrish, 1957), junto a Rita Hayworth y Jack Lemmon. Fue un alumno aplicado de los cantantes Lord Melody y Mighty Sparrow, aprendiendo a cantar el calypso. Ese mismo año grabó un disco. No sería el último.

El Cabo del Terror (J. Lee Thompson, 1962) provocó otro gran duelo interpretativo: Mitchum contra Gregory Peck. De nuevo, el Sur, el cadencioso y peligroso Sur. Bob vuelve a ser el malvado, acojonándonos de nuevo. En El Cabo del Miedo (Martin Scorsese, 1991), revisitación del clásico de Lee Thompson, Mitchum y Peck fueron actores de reparto al igual que el viejo Martin Balsam. En esta ocasión los protagonistas fueron Robert De Niro y Nick Nolte.

A medida que pasaba el tiempo, las ideas políticas de Mitchum se fueron moderando. A medida que rellenaba su currículo con películas nefastas, la rebeldía inicial se fue atenuando. A diferencia de muchísimos compañeros de profesión, apoyó decididamente la guerra contra Vietnam, participando en giras por las zonas de conflicto junto a reaccionarios cómo el cómico Bob Hope. Se convirtió así en un propagandista del imperialismo, renegando de sus orígenes rojos. La actitud de Mitchum contrasta con la de otras estrellas cómo Jane Fonda, Jean Seberg o Marlon Brando, contrarios a la intervención usamericana en Vietnam y bien relacionados con las Panteras Negras.

Compartió rodajes y borracheras con el Duque. Se hicieron grandes amigos y nos legaron películas magnéticas cómo El Dorado (Howard Hawks, 1967), sospechosamente parecida a Río Bravo (Howard Hawks, 1959). Los genios, cómo Hawks, también tienen derecho a plagiarse a sí mismos. Puede que la influencia ultra de John Wayne tuviera algo que ver en la deriva ideológica de Mitchum. Wayne, magnífico actor, casado sucesivamente con tres latinas (Josephine Alicia Saenz, Esperanza Baur y Pilar Palette), fue derechista y anticomunista toda su vida, falleciendo en 1979 a causa de un cáncer originado en el rodaje de El Conquistador de Mongolia (Dick Powell, 1956). Irónicamente el patriotismo paranoico del que hizo gala acabó con su vida, ya que el lugar donde se rodó el filme, el valle del Escalante estaba situado a menos de 200 kilómetros del denominado Terreno de Pruebas de Nevada, páramo donde se detonaron bombas sucias entre 1951 y 1992.

La Hija de Ryan (David Lean, 1970) agradó mucho a los críticos, pero no al propio Bob, que las pasó canutas en el rodaje y siempre la consideró demasiado aburrida. Revivió a Philip Marlowe en Adiós, Muñeca (Dick Richards, 1975), probablemente su última gran película. Consiguió que los espectadores olvidaran a Bogart por un instante, componiendo un Marlowe cincuentón y fracasado, el sempiterno detective de Raymond Chandler visto bajo la óptica Mitchum. Su último gran papel. Un adiós a lo grande.

Lo que vino después no fue tan glorioso. Mitchum se embarcó en producciones de tercera que aprovechaban el tirón popular del actor para intentar reventar las taquillas. Intentar digo, no lograrlo. Bob intervino además en varias series televisivas, junto a otras viejas glorias tan acabadas como él. Colaboró en los proyectos fílmicos de sus hijos, que nunca le llegaron ni a la suela del zapato.

Nacido en agosto de 1917, meses antes de la Revolución Bolchevique, murió treinta y tantos días antes de cumplir los 80 años, cuando la Unión Sovética ya era historia. La casualidad quiso que James Stewart, el chico bueno del cine usamericano, falleciera un día después que Robert Mitchum. De una sola tacada, Bob Mitchum y Jimmy Stewart, el chico bueno y el lobo malo de Hollywood, como dijo el director del Festival de Cannes, Gilles Jacob. Dos por uno.

En el verano de 1996 le fue diagnosticado un enfisema, al que se le sumó un cáncer de pulmón en la primavera del 97. Sus últimos meses los pasó junto a una botella de oxígeno, no dejando por ello de fumar. Su esposa Dorothy le acompañó hasta el final, tras casi sesenta años de convivencia. Una vez, en los años 60, estuvo a punto de abandonarla, cuando se enamoró perdidamente de Shirley MacLaine. La película Cualquier día en cualquier esquina (Robert Wise, 1962) es un testigo privilegiado de aquel amor, que duró varios años.

El testamento cinematográfico de Robert Mitchum fue filmado por Jim Jarmusch, director de cine independiente, en 1995. En Dead Man, Bob se mete en la piel de un viejo vaquero, melenudo y cascarrabias que contrata a unos cazarrecompensas para que atrapen a Johnny Depp. Perdónenme los modernos, pera esa película es insoportable, aburrida hasta la extenuación, sólo merece la pena la pequeñísima intervención de Mitchum. Me doy cuenta de que Johnny Depp se ha especializado en acompañar a los grandes elefantes blancos de la industria en sus últimos trabajos. Además de a Mitchum, Depp resucitó a Marlon Brando en Don Juan de Marco (Jeremy Leven, 1995) y lo dirigió en The Brave (1997).

Reparo ahora en las similitudes y diferencias entre Mitchum y Brando. Dos antihéroes modernos, dos perdedores bien cargados de dólares, dos mitos de la pantalla olvidados al final de sus vidas. Mitchum sólo era siete años mayor que Marlon, aunque pertenecieran a generaciones diferentes. Murieron prácticamente con la misma edad (Brando murió en el verano de 2004, con 80 años recién cumplidos) con aspectos físicos bien diferentes: Robert, delgado y demacrado a causa del cáncer y Marlon, bastante gordo y postrado en una silla de ruedas. Cómo he dicho antes, la tipología de personajes que Brando popularizó, proceden de Mitchum. Nunca compartieron película, pero comparten un lugar en el corazón de todos los cinéfilos.

Cuando Robert Mitchum dejó este mundo, yo casi no había oído hablar de él. Había acabado sexto de primaria y me preparaba para ingresar en la ESO, sigla confusa que nos asustaba. Pasaba mis últimos días en el Parque Nueva Granada, a la sombra de una mimbre, saltando por el campo, de travesura en travesura. Que felices aquellos tiempos, me cago en la nostalgia. Con Son Goku, todo era más fácil.

*No quisiera terminar este texto sin referirme a la biografía de Robert Mitchum, ¡Olvídame Cariño!, escrita por el historiador usamericano Lee Server y publicada en España por T&B Editores. Les recomiendo tambien que revisen el artículo Robert Mitchum, una dimensión suplementaria, escrito por el historiador y crítico cubano Rodolfo Santovenia, y publicado en la web de la agencia Prensa Latina.

La totalidad de las películas que menciono en el artículo están disponibles en la red p2p Emule. Compartan y disfruten.

lunes, mayo 14, 2007

Pepe Torres, el emperador de la piqueta *

Siempre he vivido en Granada. Nací en el hospital de Maternidad, frente al cuartel de los Mondragones, hijo y nieto de granadinos. Soy, por lo tanto, granadino de tercera generación. Tengo todo el derecho, al igual que cada uno de sus habitantes (hayan nacido en Córdoba o en el Perú), a opinar sobre esta ciudad. Granada está en peligro.

Mi ciudad está siendo destrozada, aniquilada, derruida. El entorno geográfico en el que ha transcurrido mi existencia está siendo modificado a marchas forzadas. Las excavadoras y los bulldozers agujerean las calles de mi memoria. Todo sea por el progreso. El progreso económico de unos pocos, la última puñalada trapera a Granada.

Granada es un enorme hormiguero, una costra putrefacta con luces de neón. El alcalde-presidente del Ayuntamiento, José Torres Hurtado, es el máximo responsable de este desaguisado. Amigo íntimo de destacados constructores, populista y demagogo, recordman mundial en inauguraciones y festorros.

Pepe Torres, para los amiguetes, es militante del Partido Popular. Ocupó la Delegación del Gobierno en Andalucía desde 1996 hasta 2002. Originario de Piñar, al igual que el periodista Tico Medina, ha sido, sucesivamente, diputado nacional, senador y parlamentario andaluz. Nunca ha estado lejos del poder. Acostumbrado a la poltrona, mantenido a cargo del erario público durante más de dos décadas, gobierna en mi tierra desde 2003.

Durante su mandato, ha sabido ganarse a muchos ciudadanos, presos de su retórica barata, amantes de su campechanía. Pepe Torres huele a populismo. Pepe Torres es populista, rabiosamente populista. Un cateto con posibles que sabe amaestrar a las masas, huérfanas de esperanza. Pan y circo.

Torres Hurtado sigue una estela. Recorre el camino que trillaron en el pasado alcaldes franquistas cómo Manuel Sola Rodríguez-Bolívar. Recoge el testigo del también popular Gabriel Díaz Berbel (1995-1999). Su misión es remodelar completamente nuestra ciudad, alterando nuestro modus vivendi. Nada basta para satisfacer el apetito de los magnates del ladrillo. Destripar las carnes de Granada, acabar con nuestros jardines, arrancar nuestros árboles, hormigonar nuestros corazones.

Los muchachos del PP han vaciado de contenido a la Gran Vía de Colón, una de las principales arterias de la ciudad. Farolas que recuerdan a horcas, eso sí, modernas de la hostia. Viva la modernidad. Viva la desvergüenza. Esta reforma, que ha durado cerca de 2 años, choca frontalmente con el estilo y las formas de la Gran Vía. No importa, viva Pepe Torres.

La Avenida de la Constitución parece el plató de Star Trek. O, quizás, una versión sucia y casposa de la Guerra de las Galaxias. El banderazo constitucional no podía faltar. Viva España. Viva el señor alcalde.

Los Jardines del Salón, obra del general napoleónico Horacio Sebastiani, también son pasto de la piqueta. Tala masiva de árboles, obras paralizadas, rifirrafe de administraciones, condena a muerte y ejecución del Salón.

A bombo y platillo, con redoble de tambores, banda de música, tortilla de papas y canapés, el insigne Pepe Torres inaugura el Paseo de Europa. Que nombre tan grande para una calle tan chica. Asomándose por encima del catering, la calva reluciente, acompañado de su señora, rodeado de concejales, Pepito corta la cinta. Viva Uropa. Vivan las banderas uropeas, que ondean en el Paseo. Viva el señó alcalde.

Granada, pobre Granada. Acorralada, violada, asesinada. Mientras, los granadinos elogian las obras del señor alcalde. "Han tardao mucho, pero ha quedao mu bonico". Luego, tendrá cojones Pepe Torres de llamar populista a Hugo Chávez. Manda huevos. Pobre Granada, llena de granaínos.

Según pronostican las encuestas, los peperos van a arrasar en las elecciones del 27 de mayo. Esta ciudad es sadomasoquista, disfruta con su propio dolor. Tenemos que evitarlo. No podemos tolerar este suicidio colectivo.

Lola Ruiz Domenech, concejala por Izquierda Unida, candidata a la alcaldía, ha sido la mosca cojonera de este Gobierno local. Denunciando aquí y allá los atropellos urbanísticas, fustigando al equipo de gobierno, que no dudó ni un instante en aumentarse el sueldo al llegar al poder. Planteando una alternativa viable al desbarajuste que sufrimos, frente al anodino discurso del PSOE, encabezado por ese profesional del aburrimiento que se llama Javier Torres Vela.

El pacto bipartito PSOE-IU es la única opción real. No es la más deseable pero es la única posible que puede parar a estos ganapanes. El futuro se presenta negro, negrísimo. Negras tormentas agitan los aires. Tenemos que aclarar nuestro porvenir, corregir el rumbo torcido que lleva a Granada hacia el precipicio.

Granada se muere. Granada pierde su personalidad. Nos la roban poco a poco, con nocturnidad y alevosía. Nos la arrebatan sibilinamente y la entregan, atada de pies y manos, al gran capital.

Hace 70 años el crimen fue en Granada. Ahora, el crimen se comete contra Granada. Todos los granadinos somos víctimas.

Viva Pepe Torres. Muera la libertad.

*Granada (Desgranada). Segunda entrega.

martes, mayo 08, 2007

Azul Mahón, historia de un falangista rebelde

Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la Falange el que se la proponga tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista, al alborear de la inmensa tarea de reconstrucción patria bosquejada en nuestros 27 puntos, sino a reinstaurar una mediocridad burguesa conservadora (de la que España ha conocido tan largas muestras), orlada, para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.

(José Antonio Primo de Rivera)

Supo llegar al problema de España, al definirla por carencia, por vacío. Al no poder decir que España era una zona geográfica o un determinado proyecto histórico, dijo: España es una unidad de destino en lo universal. Yo he utilizado este concepto varias veces. Él fue, además un individuo con una concepción estética de la política y de la muerte.

(Julio Anguita, en referencia a José Antonio)


La primera puñalada me atravesó las entrañas. De la segunda, sólo recuerdo la hoja de la navaja, resplandeciente a la luz de la luna. Luego, la sangre nubló mi mente. Creo que en ese momento fue cuando perdí el conocimiento.

Aquella noche, del verano de 1979, había salido a tomar unas copas por Malasaña. Las calles estaban llenas de gente, jóvenes en su inmensa mayoría, era el inicio de lo que después se conoció como la movida madrileña. Yo estaba sólo, triste y dispuesto a emborracharme. Acababa de cumplir sesenta y cuatro años, presentía que llegaba el principio del fin. Franco, ese militar traicionero al que habíamos colocado en el poder, ya estaba muerto. Reinaba la democracia, estrenábamos nueva Constitución. La dicotomía histórica entre reforma y ruptura era cosa del pasado, reclamado sólo por ultraizquierdistas, bohemios, vagos y maleantes (cómo yo mismo).

Fueron dos chavalillos los que me pusieron la navaja en el costado, obligándome a montarme en el Seat 124. En el asiento del copiloto, alumbrado por la brasa intermitente del cigarrillo, reconocí a un antiguo camarada, al que no veía desde hacía casi 20 años. Se llamaba Arturo Rioyo, y era una mala bestia. Debía ser algo más joven que yo, unos 5 o 6 años. Él, a diferencia de un servidor, no había estado presente en el Teatro de la Comedia, en Madrid, el 29 de octubre de 1933, en el acto fundacional de la Falange Española.

Yo fui camisa vieja de la Falange. Tenía entonces 18 años, una confusa ideología social-católica, y era muy influenciable. La personalidad de José Antonio me fascinó desde el principio. Su oratoria, su elegancia natural, su saber estar, sellaron el destino de muchos señoritos, hijos de familias bien, que quisimos construir el nacionalsindicalismo. Las izquierdas nos asustaban, por su anticlericalismo y porque, en realidad, nos daba muchísimo miedo, el creciente empuje de la clase obrera. Rechazábamos a las derechas tradicionales al igual que discutíamos con nuestros padres, no comprendíamos cómo habían consentido y alimentado la corrupción y el caciquismo durante el reinado de Alfonso XIII.

Durante aquella época, inmediatamente anterior al estallido de la guerra civil, compartí tertulias y charlas interminables con los primeras espadas de la Falange: Alfonso García Valdecasas, Agustín de Foxá, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Narciso Perales o Raimundo Fernández-Cuesta. Tuve la oportunidad de conocer a los grandes poetas de la izquierda: Rafael Alberti, García Lorca...

Nosotros, los falangistas, actuamos como fuerza de choque de las derechas, reprimiendo a las izquierdas, que respondían también con violencia. Aquello sí que fue la dialéctica de los puños y las pistolas. Cuando ganó el Frente Popular, José Antonio y buena parte de los dirigentes falangistas fueron encarcelados. Eso nos animó más a la hora de unirnos al movimiento golpista que se estaba preparando.

Cuando dimos el golpe contra la República, aquel 18 de julio, yo estaba en Madrid. Me sublevé con los militares en el cuartel de la Montaña. El pueblo madrileño, tenaz y fiero, nos derrotó completamente, tomando el cuartel y haciéndonos prisioneros. Me internaron en una checa. Allí conocí a Domingo Dominguín, falangista como yo, preso como yo al haberse levantado contra el Gobierno legítimo. Dominguín, que sabía más de toros que todos los tomos de la Enciclopedia Cossío, consoló mis días y noches de presidio, mientras afuera, España entera se desangraba.

A lo largo de toda mi vida, no he hecho más que arrepentirme. La culpa era nuestra. Con nuestra ayuda y nuestro concurso, Francisco Franco se convirtió en dueño y señor de la vida y de la muerte de todos los españoles. Con nuestro apoyo, con nuestro aliento, con nuestras manos señoritas manchadas de sangre, el gallego acribilló a cientos de miles de españoles, convirtió nuestro país en un erial, arruinó el porvenir de nuestros hijos. La Falange, orgullosa e ilusa, entregó un cheque en blanco al general, que se apropió de nuestro partido, alimentando el bolsillo y las ansias de grandeza de algunos jefazos, los francofalangistas. Franco convirtió a Falange en un apéndice de su propia maldad, un apéndice sumiso, presto a fusilar, a aterrorizar, a acabar con la AntiEspaña.

El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera supuso un reforzamiento de la posición política de Franco, constituyendo uno de los mayores errores tácticos del bando republicano. Matando a José Antonio, la República se mataba un poquito a sí misma. Franco, que pudo evitar la ejecución y no quiso, eliminaba de un plumazo a una figura brillante (que podía hacerle sombra), y a la vez, creaba un mito, que manipularía durante 40 años. La desaparición del Ausente consolidaba la dictadura del Presente.

Gracias a la inestimable colaboración de Manuel Delicado, dirigente andaluz del PCE, unos cuantos, entre ellos Domingo Dominguín y yo mismo, salvamos la vida y pudimos pasar a zona franquista. Delicado, al que Dios tenga en su gloria, evitó que fuéramos víctimas de una saca, muy frecuentes en esos tiempos. Las milicias obreras, que defendían la democracia del fascismo, pagaban su natural enfado con los presos facciosos. Franco bombardeaba su ciudad, asesinaba a sus niños, violaba a sus mujeres, ... La violencia sólo engendra violencia.

Una vez en nuestra zona, formé parte de varios piquetes de ejecución. Allí, en mitad de la noche, enfundado en la camisa azul, aprisionado por mil y un correajes, disparando fríamente contra otros seres humanos, disfrutando incluso. Por entonces, surgió el denominado Decreto de Unificación, que acabó definitivamente con la primitiva Falange, engullida por el voraz Generalísimo. Nuestro Jefe Nacional, Manuel Hedilla, heredero de José Antonio, no aceptó aquella imposición, se rebeló y lo pagó con la cárcel y con la condena a muerte, finalmente conmutada. Algunos, la mayoría, nos resignamos. Otros aceptaron de buena gana el ser mamporreros del gallego.

La República murió en las cunetas. Nosotros, la canalla fascista, ganamos. Era la hora de los vencedores y de los vencidos. No había llegado la paz, había llegado la victoria. La venganza, la cruel y maldita venganza. No tuve la suerte o la desgracia de ocupar ningún cargo público. Desde el final de la guerra, me acostaba con la esposa de un general, una señora refinada y católica, de misa diaria. Misa diaria y polvo furtivo semanal, a oscuras, con prisas y suspiros. Amancebado con una ricachona, uniformado con la camisa azul y la flamante boina roja, recorría los cafés y los burdeles, sabedor de que habíamos pasao y teníamos derecho a hacer los que nos viniera en gana.

Los rojos sobrevivían a duras penas. Sometidos al escarnio público, humillados todo lo posible, conservaban todavía la dignidad. Nosotros, borrachos de poder, conscientes de nuestra impunidad, perpetuábamos la indecencia, permitíamos el crimen, lo cometíamos gustosamente. ¿Dónde quedaba la poética de la Falange? Arrumbada en cualquier fosa común, abandonada en alguno de los pueblos que recorrió la comitiva que trasladó el cadáver de José Antonio desde Alicante hasta el pudridero de El Escorial. Nunca un entierro segó tantas vidas.

En la clandestinidad, los comunistas se reorganizaban. También conspiraban los disidentes falangistas, pronto conocidos como hedillistas o auténticos. Dionisio Ridruejo, poeta y camisa vieja, coautor del Cara al Sol, dimitió de sus cargos oficiales y se enroló en la División Azul, todavía poseído por la furia anticomunista. Cuando volvió, ya no era el mismo. Paso a paso, año a año, aquel falangistón fue convirtiéndose en un opositor al régimen. Un encuentro casual con Ridruejo, un fraternal abrazo y la promesa de una comida común, propició el inicio de mi propia liberación. Amistad inquebrantable, sólo interrumpida por sus destierros a Ronda o a Sant Cugat del Vallés, recuerdos compartidos, sueños aplastados por la mediocridad franquista, revoluciones pendientes que nunca llegaron a materializarse. Dioniso me alejó del francofalangismo y me acercó a los hedillistas. Abandoné el uniforme y me consagré a mi nuevo empleo (¿el primero?): corrector de una editorial, propiedad de unos amigos de Dionisio.

Me doy cuenta de que, hasta ahora, no he hablado de mi estudios. Empecé a estudiar Filosofía y Letras, y nunca la acabé. Siempre fui algo flojo, de espíritu y de cuerpo, la pereza me dominaba. La guerra tampoco ayudó mucho en la conclusión de la carrera. Tras la Victoria, sobreviví gracias a mi amante, quedando completo el sustento con la caridad de varios camaradas. Siempre fui un vividor, bebedor incorregible y cliente asiduo de ciertas prostitutas. Intenté ser escritor y desfallecí en el intento. No me publicaban nada, ni siquiera cuando contaba que era camisa vieja.

Las reuniones secretas eran cada vez más frecuentes. Faltaría a la verdad si no reconozco que sentíamos temor, pero en el fondo pensábamos que si nos descubría la policía, no se atreverían a tocarnos ni un pelo. No en vano, no éramos ni comunistas ni anarquistas, éramos falangistas, puramente joseantonianos. Algo de razón teníamos. Nos era más fácil actuar que a los rojos, había cierta tolerancia para con nosotros. Sólo éramos una pandilla de niños traviesos. Nada más.

En una de aquellas reuniones tuvieron el disgusto de presentarme a Arturo Rioyo. Era una persona francamente desagradable. Desastrado, sucio, malhablado, el más auténtico entre los auténticos. Había hecho la guerra en plena adolescencia, y fue en 1938 cuando se afilió a FET de las JONS. A diferencia de muchos de nosotros, no procedía de la pequeña burguesía, era un hombre del campo, hijo de jornaleros y jornalero él mismo, bruto a ratos, culto y distinguido en otras ocasiones. Le habían enchufado en los Sindicatos, donde fomentó diversas amistades que le acercaron al hedillismo.

Desde el principio, se me pegaba mucho. Me veía como un mito. Lo que era extraño, ya que no estábamos faltos de mitos. Acudía a nuestros encuentros el médico Narciso Perales, Palma de Plata de Falange, el mismo Ridruejo o Patricio González de Canales. Sin embargo, Rioyo sólo me prestaba atención a mí. Ahora, con el pasar de los años y el devenir de los acontecimientos, adivino que se trataba de un espía del poder, que tenía encomendada la misión de vigilarme. Quizás mis relaciones sexuales con la señora del general, mis primeros y torpes pasos en el falangismo antifranquista, llamaban la atención en las altas esferas de aquella podrida España.

Rioyo se convirtió en mi sombra. Me consiguió un puesto en una constructora, que yo acepté gustoso. Me invitaba a copas, a putas y me regalaba libros. Así, gracias a aquel individuo, amplié mi cultura general y evolucioné políticamente. Ya no veía a los vencidos como escoria, ya aceptaba su condición humana, presupuesto indispensable para comprenderlos.

A finales de los años 40, yo permanecía soltero, instalado en la treintena, tan juerguista como de costumbre, resentido con Franco y con pequeños problemas de conciencia. Seguía siendo joseantoniano, partidario de la revolución nacionalsindicalista, pero ya no me creía en posesión de la verdad, la épica falangista me había decepcionado. El desencanto era patente. Pero, por entonces, yo culpaba de todo a Franco, y me olvidaba de sus viles lacayos de camisa azul. No me había dando cuenta, no quería darme cuenta de que los ideales falangistas, irreales y confusos, puros y prístinos, habían desembocado en la barbarie del Caudillo. Cuando lo comprendí todo (si es que es posible entender todo lo que ocurre en la vida de uno), ya era demasiado tarde. Nuestra hora había pasado, los luceros se apagaban y en las montañas nevadas esquiaba la flor y nata del franquismo sociológico.

Una mañana de 1952, a poco de cumplir treinta y siete años, me casé con Diana Martí, hija de la alta burguesía catalana. La había conocido en casa de Dionisio Ridruejo, el año anterior. Congeniamos bien, compartíamos aficiones y aspiraciones, ella era casi socialdemócrata. Yo ya tenía una edad, nunca fui ningún galán, y Diana apareció en el momento preciso. A la boda acudió el antiguo falangista Domingo Domiguín, hermano mayor del famoso Luis Miguel. Dominguito, genial personaje, queridísimo amigo, acabó siendo comunista, a la vez que cazaba con el terrible Camulo Alonso Vega.

El nepotismo funcionó a la perfección. Acabé de secretario de dirección en la empresa del papá de Diana. Allí me topé de bruces con la clase obrera. Conocí sus problemas, sus necesidades, los conocí físicamente. Debido a ello, nunca fui un marxista de manual ni de academia. Aprendí poco de política en los libros, ya que mi vida fue agitada y polvorienta. Sufrí en mis carnes la vía falangista al comunismo. De José Antonio a Karl Marx, haciendo escala en Manuel Hedilla. El burgués arrepentido, el fascista que fusiló a decenas de obreros, el pasota que se dio a la buena vida mientras media España moría de hambre y de frío, transitaba hacia el socialismo.

Una parte de los obreros de la fábrica me trataban como a un enemigo. Era lo natural y lo normal, objetivamente yo era su enemigo de clase. Otro sector actuaba de forma sumisa, ya que yo era el yerno del amo, llamado a dirigir la empresa en el futuro. Era evidente que, desde mi posición social no podía acercarme a ellos. Mi identificación con los vencidos iba en aumento, los defendía ante mi suegro, que era franquista por comodidad, porque el franquismo había domado a la revoltosa clase obrera de Cataluña.El señorito castellano volvía a soñar con la revolución, aunando cristianismo y socialismo, bajo la égida inspiradora de José Antonio.

Los sucesos de 1956, la revuelta universitaria dirigida por el Partido Comunista, provocó el cese de dos ministros del régimen: el democristiano y aperturista Ruiz-Giménez y el francofalangista Fernández Cuesta. El rector de la Complutense, el también camisa vieja Pedro Laín Entralgo, fue destituido, y mi amigo Dionisio Ridruejo fue encarcelado. El pobre de Dionisio descubrió en la cárcel que aquellos arcangélicos estudiantes que querían reformar la universidad (Fernando Sánchez Dragó, Enrique Múgica Herzog, Javier Pradera) eran militantes clandestinos del PCE. Ahí lo tenían: uno de los fundadores de Falange Española, amigo íntimo del Ausente, compositor de algunas estrofas del Cara al Sol, colaboraba con el comunismo internacional para intentar reformar la postrada universidad franquista. Las cosas estaban cambiando, y muchos lo vieron. Llegaba el momento de tirar los uniformes, de maquillar la propia biografía, de esconder los trastos de matar debajo de la cama. En el futuro, los demócratas de toda la vida saldrían hasta de debajo de las piedras, floreciendo como setas salvajes.

No se puede negar la mayor, ya que se cometería perjurio. Hubo gente, como Ridruejo o Ruiz-Giménez, cuya conversión a la causa democrática fue sincera. De otros muchos, no se podría decir lo mismo. Si nos portamos bien y somos políticamente correctos, diremos que España estuvo llena de antifranquistas. Pero eso no es verdad, el régimen del gallego lavó bien los cerebros de varias generaciones de compatriotas, inoculándoles el virus del franquismo sociológico. La Transición, posiblemente la mayor estafa de toda nuestra historia, consolidó el oprobio, aprobó la amnesia, instituyó la amnistía de los criminales franquistas. Yo también fui un criminal franquista, un asesino de rojos al servicio del Criminalísimo.

Desde la boda, vivía en Barcelona, por lo que dejé de ver a los camaradas hedillistas y , sobre todo, a Arturo Rioyo. Abandoné mi antigua afición por la bebida, conseguí libros prohibidos y pude hacer amistad con algunos trabajadores. La vida transcurría plácida y feliz, hasta que mi mujer perdió el hijo que esperábamos, entrando en una fuerte depresión. Los problemas empezaron a acumularse, la vida diaria era un infierno, por lo que regresé a la bebida y a las damas del barrio Chino.

El día que amanecí con 44 años, 44 largos años de vida con uno mismo, llevaba encima una resaca portentosa, la peor que he soportado nunca. Aquella jornada no acudí a la fábrica, me quedé en casa, rumiando mi derrota. También era un vencido, era uno de ellos, la Victoria también se había cebado conmigo. Comprendí que debía hacer algo. Debía devolver al pueblo trabajador una pequeña porción de lo que le había arrebatado.

Días más tarde tuve una reunión con Ridruejo. Se encontraba en la cárcel, acusado de fundar el grupo Acción Democrática. Salí de aquella visita totalmente hundido, Dionisio me parecía un moderado. La casualidad, la bendita casualidad, provocó que me encontrara con Domingo Dominguín. Tras los whiskys de rigor, me invitó a su casa donde charlamos durante horas. Dominguito descubrió mis más profundos pensamientos, me tanteó sabiamente e inició mi captación.

Aquel fue el primero de mis contactos con el PCE. De la mano de un torero, exfalangista como yo, acabé militando en el partido que encabezaba la vanguardia de la clase obrera en este país. Milité en el partido hasta 1978, año en el que me di de baja para ingresar en el PTE. Tras la defenestración de Santiago Carrillo, volví a militar en el PCE, en el que permanezco en la actualidad. Como ven, el camisa vieja también fue maoísta.

Los 60 fueron prodigiosos. Mis endebles huesos de señorito pisaron la prisión de Carabanchel en tres ocasiones. Permanecí preso durante 4 años, 8 meses y 13 días, en total. Acabé separándome de mi esposa y tuve una relación más o menos seria con la madame de un burdel. No he podido abandonar los bajos fondos, su sordidez me encanta, el aliento del peligro me ha atraído desde zagal. He sido el rey de las barras americanas, he probado todo tipo de drogas, pero además he sido un militante disciplinado, cumplidor y fiel a la causa. La revolución y el deseo, que diría aquel.

Trabajé en todo lo que pude: fui camarero, albañil, vendedor de enciclopedias a domicilio. Hasta fui chulo, sin proponérmelo. La vida da muchas vueltas, que vueltas que da la vida.

En Carabanchel pude abrazar a Marcelino Camacho, fundador de Comisiones, soldado del ejército republicano, que vivió más de una década entre los muros de los penales franquistas. Todos comíamos de los pucheros gigantescos que preparaba su esposa Josefina, aquella mujer de una pieza.

Sorteé las inclemencias de la vida como pude, a salto de mata. Pero, algunos inclementes, algunos fascistas nunca me perdonaron. Arturo Rioyo no perdona una ofensa. Para él fue una ofensa el hecho de que me negara a concederle un préstamo para permitirle hacer frente a sus deudas. Mi relación con Diana se estaba resquebrajando (debió de ser por 1958 o 59) y yo no podía permitirme esas alegrías con unos dineros que no eran míos. Que desfachatez la suya: él, agente del poder, que me espiaba y controlaba, que se había infiltrado en la Falange Auténtica, se atrevía a pedirme un préstamo. Que se lo pidiera a Girón de Velasco o a Esteban Bilbao.

Cuando aquellos dos muchachos me apalearon y apuñalaron en plena Casa de Campo, bajo la atenta mirada del maldito Rioyo, la ofensa del pasado fue vengada. Parece ser que Rioyo era uno de los gerifaltes de los Guerrilleros de Cristo Rey, un matón del búnker. No me mato de milagro. Aún me duelen aquellas dos puñaladas fascistas. Paradójico, ¿no creen? El falangista arrepentido apuñalado por dos de su misma calaña. Esas bandas gangsteriles sembraron la Transición de cadáveres, desmontando la visión idílica que han impuesto los medios de comunicación.

Nos volvieron a vencer. Murió el caimán, pero nos dejó a toda la parentela. No estuve de acuerdo con la actitud pactista del PCE, dominado férreamente en esos días por Santiago Carrillo. El eurocomunismo fue un camelo, una triste chuchería que nos vendieron y que enterró el historial de lucha del comunismo español. La Constitución sólo perpetuó la Victoria, dulcificándola. De nuevo, vencedores y vencidos.

Ahora, cuando soy un viejo, algo chocho, vivo en un país gobernado por un partido que se dice socialista. El presidente, un cuarentón sevillano, representa a la perfección a esta nueva España democrática. Mucha fachada, mucho rojerio de boquilla, pero en el fondo la misma mierda de siempre. Mucho Borbón, mucho bribón.

Sólo espero la muerte. Todavía no ha llegado el fin, cómo preveía en el 79, pero la parca está cerca. Me busca. Ha llegado el momento de que expié mis pecados. Nunca he dejado de ser católico. Algo rebelde. Eso sí.

En el cielo, espero encontrar a José Antonio, tener la oportunidad de hablar con él. Estoy seguro de que si no hubiera muerto, todo sería distinto. Es algo absurdo, la vida y la muerte de un país no pueden depender de un solo hombre. Pero no lo olviden, soy un sentimental, siempre lo he sido.

Madrid, 5 de febrero de 1990.

viernes, mayo 04, 2007

La España Malaya

El sistema es corrupto por naturaleza. Sus servidores son corruptos. El capitalismo neoliberal es estructuralmente corrupto. La economía sumergida es vital para la supervivencia del tinglado.

La España actual sigue siendo la corte de los milagros. A falta de reinas ninfómanas y reyes consortes homosexuales, tenemos reyes comisionistas y politicuchos vendidos al capital inmobiliario. Proliferan las detenciones y procesos judiciales contra cargos públicos, especialmente locales. No sabemos aún cuando llegará el turno de los mandamases de las autonomías y del Estado.

Los dos grandes partidos dinásticos, PSOE y PP, acumulan la mayor parte de las denuncias y procesos, al igual que liberales y conservadores engrasaban la ingeniería de la primera Restauración con aceite de caciquismo. Los partidos de la burguesía nacionalista periférica no se quedan atrás, también puede uno enriquecerse en el nombre de Euskal Herria o de Catalunya. Hasta IU, hipermoderada últimamente, recoge una parte ínfima del pastel de la corrupción.

Marbella, rompeolas de todos los mangantes y de todas las mafias, no es única en su género, aunque es mucho más pintoresca. No siempre pillan a una folclórica con las manos en la masa. Marbella es la regla, no la excepción. Toda España es Marbella.

Sólo debe uno dirigir su mirada a la Comunidad Valenciana, feudo del PP, denunciada por la Comisión Europea (que, cómo bien saben ustedes, es una cueva de marxistas, masones y separatistas). Las barrabasadas urbanísticas, los escándalos del ladrillo, forman parte de la cotidianeidad de cualquier valenciano. No olvidemos los inicios en política de Eduardo Zaplana, marcados por el transfuguismo y aquellas escuchas telefónicas, de las que muchos españoles se han olvidado (o han querido olvidarse).

Por desgracia, Andalucía entera no es como Marinaleda. El hilo musical andaluz no incluye a Reincidentes. La banda sonora de esta tierra es cosa de Los del Rio y de cuatro flamenquitos subvencionaos. La Andalucía del PSOE presume de progreso y modernidad, mientras otorga el título de Hija Predilecta a Cayetana Fitz-James Stuart, una de las mayores terratenientes de este país. Parece un chiste de Los Morancos, pero es real, tan real como el sudor de miles de jornaleros andaluces que se ven obligados a trabajar lejos de sus pueblos. La reforma agraria, banderín de enganche de la izquierda andaluza durante la Transición, duerme el sueño de los justos.

Sofico, Matesa, Redondela, nombres del pasado que resuenan en el presente. El franquismo, brutal cortijo de unos pocos e inmensa cárcel para los rojos, corrompió España hasta los tuétanos. Usando mano de obra esclava, autorizando barbaridades, poniendo siempre el cazo, todo por el bien de la patria. Nacieron grandes fortunas, destinadas a dirigir económicamente la España posfranquista.

El juancarlismo heredó estos genes corruptos, anticipando la marbellización del país. Es procedente (e ineludible) una regeneración total del Estado. Una regeneración sin cirujanos de hierro ni salvapatrias, un cambio de régimen, una revolución ciudadana. Sólo la República democrática podrá socavar los cimientos de la corrupción, sólo el pueblo trabajador podrá derribar a los magnates. Sólo la conciencia de clase acabará con el individualismo ramplón, que bendice el pertinaz saqueo de las arcas públicas.

martes, mayo 01, 2007

Uno de los Nuestros


La inesperada muerte de Joaquín Navarro Estevan nos ha dejado huérfanos. La triste noticia nos ha dejado el corazón helado y nos ha recordado la fragilidad de la existencia. Porque cuando muere un hombre bueno, y Joaquín Navarro cumplía esta condición con creces, todos los hombres y mujeres morimos un poquito (una miajilla, como dicen en mi tierra).

Creo recordar que la primera vez que oí mencionar su nombre fue cuando José María Aznar lo denunció por haberlo llamado terrorista. Me cayó bien desde el principio, ya que ser denunciado por semejante individuo es digno de admiración. Al cabo del tiempo, lo en el extinto programa CQC, presentando uno de sus libros junto a su buen amigo Xabier Arzallus.

En la primavera de 2003, mientras el mundo entero clamaba por la paz y los halcones se lanzaban sobre Irak, compré su ensayo 25 años sin Constitución, editado por Foca. La lectura de este texto descorrió el velo de mi inocencia supina sobre la Transición. Nunca un libro me había hecho pensar y reflexionar tanto.

Creo sinceramente que cada militante de la izquierda anticapitalista debería leer esta obra, al igual que los soldados de Napoleón Bonaparte llevaban en sus mochilas un ejemplar de la Declaración de Derechos del Hombre y Del Ciudadano. Joaquín Navarro imparte una clase magistral, desgranando sus recuerdos y aplicando sus conocimientos jurídicos, de cómo el fascismo degeneró en monarquía parlamentaria.

A menudo, leía a través de Internet sus incendiarios artículos, publicados en La Razón. Sus escritos despertaban la adormecida conciencia ciudadana, enfrentado siempre al poderoso. Su actitud con respecto al conflicto vasco fue ejemplar, repudiando la violencia terrorista a la vez que denunciaba las torturas policiales. Siempre defendió el derecho del pueblo vasco a decidir su destino, libre de condicionamientos y en un contexto pacífico.

El jueves 21 de abril de 2005, en la Casa de la Cultura de Albolote (Granada), tuve la oportunidad de conocerlo. Durante 2 semanas, el pintor y dibujante Andrés Vázquez de Sola, exponía sus pinturas sobre diversos personajes de la Segunda República y la guerra civil, recogidas en República o Esto, también editado por Foca. Aprovechando la exposición, Vázquez de Sola invito a algunos de sus amigos, para que cantaran, recitaran o dieran conferencias. Acudieron a su llamada: Antonio Álvarez Solís, exdirector de Interviú; Rafael Torres, periodista;Carlos Álvarez, poeta; Tachia Quintanar, viuda del inmenso Blas de Otero; y los cantantes Raúl Alcover, Quintín Cabrera y Paco Ibáñez.

La disertación del juez Navarro versaba sobre el derecho a la República, y por supuesto, fue magnífica. La oratoria de este hombre era imparable, plagada de chascarrillos y bromas, repleta de rigor y de veracidad. Su acento andaluz, su habla de almeriense, no hacía sino embellecer su discurso, un discurso al servicio del pueblo, un ataque frontal al corazón de la oligarquía.

Al finalizar el acto, me acerqué a la mesa que compartía con su buen amigo Vázquez de Sola. Les pedí a los dos que me firmaran sus respectivos libros (anteriormente mencionados) e incluso me hicieron unas fotos con ellos (gracias, mamá). Nunca olvidaré a aquel sesentón, regordete y con gafas, hablando sobre nuestro porvenir, relatando lo que puede ser y será, seguro que será.

Aquel mismo verano, cuando aterricé en Carabanchel, en casa de mis primas, busqué el nombre del juez en la voluminosa guía telefónica de la villa y corte. Lo encontré, y apunté el número en la agenda del móvil, siempre con el deseo de contactar con Navarro para futuros actos de UCAR, colectivo republicano en el que milito. Me he quedado con las ganas. A pesar de que el propio juez era miembro de Unidad Cívica por la República, organización madre de UCAR, su temprana muerte ha quebrado esta posibilidad.

Joaquín Navarro Estevan, desde su escaño de diputado, desde el Senado o desde la judicatura siempre fue un outsider. Disidente del juancarlismo, al igual que otros notables personajes, cómo el notario Antonio García Trevijano o el teniente coronel Amadeo Martínez Inglés. Amigo de Julio Anguita, de Arzallus o de Nines Maestro, nunca descansó en su perenne defensa de la democracia, de la justicia y de los derechos humanos.

La parca ha querido, teniendo en cuenta los ideales del finado, que Joaquín Navarro pierda la vida a finales de abril, tan cerca del primero de mayo y no muy lejos del catorce de abril. Es algo simbólico, una pizca de realismo mágico para adornar la lamentable muerte de uno de los nuestros.