lunes, mayo 21, 2007

Robert Mitchum, nosotros que te quisimos tanto


Han transcurrido casi diez años desde ese día. Fue el 1 de julio de 1997. Lo recuerdo vagamente, en medio de aquel verano de mudanzas. Iba a abandonar el barrio en el que había nacido y crecido, el lugar en el que había jugado, había peleado, había llorado y reído. Nos trasladábamos al otro extremo de Granada, cerca de los abuelos maternos. Todavía tenía 11 años cuando murió Robert Mitchum.

Parque Nueva Granada, barrio peculiar y curioso, a caballo entre el campo y la ciudad. Bloques de colores, iglesia de San Juan Bautista, fábrica de ladrillos, cortijo de La Campana, librería de Mari Pepa, infancia perdida, amigos que ya no están... Apurábamos nuestros últimos días en el Parque. En el otro extremo del mundo Mitchum fumaba el último Pall Mall, a la vez que su vida se apagaba. Moría un gigante de la interpretación, la menos rutilante de las estrellas hollywoodienses.

Robert Charles Durman Mitchum fue un hombre complejo, un ser humano atrapado tras una gabardina raída, oculto tras unos ojos gachos. Aventurero, bebedor, consumidor de marihuana, irresistible para cualquier mujer, mal padre, cantante sin éxito. Nunca fue un actor del Método, siempre lo despreció. Para él, interpretar un papel sólo era recitar unas cuantas frases, un oficio fácil por el que conseguía muchísimo dinero. Sincero, desgarrado, rebelde, su sombra ocupaba toda la pantalla.

En la época de la Gran Depresión, cuando millones de usamericanos perdieron sus empleos, Mitchum fue uno de aquellos vagabundos que recorrieron todo el país, colándose en los trenes, siempre temerosos de los guardias, que asesinaron a muchos de estos buscavidas. En la película El Emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973) se reflejan los avatares y vivencias de estas gentes, la cara oculta del sueño usamericano.

Aquel chaval de Connecticut conoció las miserias del capitalismo de cerca. Su concienciación social fue tan fuerte, que incluso llego a escribir una obra teatral protagonizada por un líder sindical. Amante de la literatura, boxeador semiprofesional, encadenado en una cuerda de presos, compositor de canciones para su hermana mayor. El teatro, y luego el cine, se cruzaron con él de casualidad.

Casado desde jovencito con su primera novia, empezó su carrera cinematográfica cómo extra. Desde entonces siempre fue un ardiente defensor de los derechos laborales y económicos de los extras, enfrentándose con directores y productores de algunas de sus películas, exigiendo la mejora de las condiciones de estos parias del cinema. Comenzó a despuntar en westerns de serie B, ejerciendo de malvado sin afeitar. Nacía la leyenda, se edificaba el mito.

A principios de los 40 nacieron sus dos hijos varones, Jim y Chris. Ambos, con más o menos fortuna, intentaron seguir la estela de su padre. Jamás lo lograron. La genialidad no se hereda. Mitchum sólo hubo uno.

Quizás fue Encrucijada de Odios (Edward Dmytrik, 1947) su primer gran éxito. Encabezada por los tres Roberts (Robert Ryan, Robert Young, Robert Mitchum) y por Gloria Grahame, constituye un brutal alegato contra el racismo y la xenofobia, un ataque directo al sistema, que se preparaba para el macartismo. Precisamente, el director de esta película, Eddy Dmytrik, militante comunista, fue uno de los Diez de Hollywood, encarcelado durante seis meses, delator de los suyos, arrepentido años después.

Con Retorno al Pasado (Jacques Tourneaur, 1947) Mitchum se abrochó la gabardina, de la que no se desprendería en cincuenta años. Su primer papel de detective le permitió inaugurar el cinismo tan característico, marca de la casa. El malo de la película fue interpretado por Kirk Douglas, que también empezaba en esto de actuar. Surgió una rivalidad que solo se enterró con la muerte de Mitchum. Douglas, metódico y disciplinado (Fue uno de los primeros actores que aplicó el Método Stalisnavsky) tenía que chocar con Mitchum, anárquico y antimétodo por naturaleza. Dos monstruos de la escena en conflicto, más fuego para la fragua donde se crean las leyendas.

Rodando multitud de filmes para la RKO, a lo que estaba obligado por contrato, Bob desperdició su talento. A diferencia de otros actores tuvo una relación más o menos buena con el millonario texano Howard Hughes, propietario de la compañía y sultán de un harén muy particular, formado por bellas muchachas que aspiraban a figurar en los títulos de crédito de algún film de la RKO. De este harén, fiel réplica de la personalidad oscura y contradictoria de Hughes, proceden actrices cómo Jane Greer, Jane Russell o Ava Gardner. El Aviador (Martin Scorsese, 2004) retrata parte de la vida de este magnate, desmesurado y obsesivo hasta el final.

Desde mi punto de vista, La Noche del Cazador (Charles Laughton, 1955) es su mejor película. Mitchum roza el Olimpo al dar vida a este tortuoso personaje. Paradójicamente, tuvo que ser un actor británico, el tremendo Sir Charles Laughton, el que diseccionara el alma usamericana al dirigir esta obra maestra. Nada más y nada menos que Laughton, gordo, homosexual, izquierdista, hombre de teatro, frente a otro portento yanqui (de antepasados irlandeses y noruegos). Este filme es un cuento infantil, una historia para niños, con sus buenos y sus malos. Mitchum encarna al reverendo Harry Powell, representación de los valores más tradicionales del Profundo Sur. Despiadado, criminal, pendenciero, simboliza perfectamente la doble moral, la hipocresía, el puritanismo que anida en el alma de los Estados Unidos. Hate y Love. Odio y Amor. El imperialismo disfrazado con ropajes de democracia.

Un único papel cómo éste justifica todo una carrera en el cine. Mitchum noquea a su propio país, aireando sus vergüenzas, exhibiendo sus miserias, con la mueca maldita de Harry Powell. A partir de entonces, Bob Mitchum se convirtió en un astro de la pantalla, por derecho propio. Amigo de las broncas tabernarias, borracho, peleón, agresivo, compañero de farras de Frank Sinatra o Broderick Crawford, amigo íntimo de Marilyn Monroe. Porrero incansable, cultivador de su propia maría, ligón de mil y un mujeres, esposo fiel de Dorothy Spencer, padre arisco de Jim, Chris y Perrine.

Sin duda, Robert Mitchum fue el predecesor de Marlon Brando, James Dean o Paul Newman. Él, enemigo de la escuela del método, precedió la generación de rebeldes con causa, alumnos todos del Actor´s Studio. Siempre fue el mejor de los perdedores, el más duro de los vaqueros, el más descarnado de los detectives (junto a Bogart). Verdaderamente, Mitchum estaba hecho del mismo material que El Halcón Maltés (John Huston, 1941): aquel con el que se forjan los sueños.

Aficionado a la música desde niño, saxofonista en sus ratos libres, se interesó por el calypso cuando viajó a la isla de Trinidad para rodar Fuego Escondido (Robert Parrish, 1957), junto a Rita Hayworth y Jack Lemmon. Fue un alumno aplicado de los cantantes Lord Melody y Mighty Sparrow, aprendiendo a cantar el calypso. Ese mismo año grabó un disco. No sería el último.

El Cabo del Terror (J. Lee Thompson, 1962) provocó otro gran duelo interpretativo: Mitchum contra Gregory Peck. De nuevo, el Sur, el cadencioso y peligroso Sur. Bob vuelve a ser el malvado, acojonándonos de nuevo. En El Cabo del Miedo (Martin Scorsese, 1991), revisitación del clásico de Lee Thompson, Mitchum y Peck fueron actores de reparto al igual que el viejo Martin Balsam. En esta ocasión los protagonistas fueron Robert De Niro y Nick Nolte.

A medida que pasaba el tiempo, las ideas políticas de Mitchum se fueron moderando. A medida que rellenaba su currículo con películas nefastas, la rebeldía inicial se fue atenuando. A diferencia de muchísimos compañeros de profesión, apoyó decididamente la guerra contra Vietnam, participando en giras por las zonas de conflicto junto a reaccionarios cómo el cómico Bob Hope. Se convirtió así en un propagandista del imperialismo, renegando de sus orígenes rojos. La actitud de Mitchum contrasta con la de otras estrellas cómo Jane Fonda, Jean Seberg o Marlon Brando, contrarios a la intervención usamericana en Vietnam y bien relacionados con las Panteras Negras.

Compartió rodajes y borracheras con el Duque. Se hicieron grandes amigos y nos legaron películas magnéticas cómo El Dorado (Howard Hawks, 1967), sospechosamente parecida a Río Bravo (Howard Hawks, 1959). Los genios, cómo Hawks, también tienen derecho a plagiarse a sí mismos. Puede que la influencia ultra de John Wayne tuviera algo que ver en la deriva ideológica de Mitchum. Wayne, magnífico actor, casado sucesivamente con tres latinas (Josephine Alicia Saenz, Esperanza Baur y Pilar Palette), fue derechista y anticomunista toda su vida, falleciendo en 1979 a causa de un cáncer originado en el rodaje de El Conquistador de Mongolia (Dick Powell, 1956). Irónicamente el patriotismo paranoico del que hizo gala acabó con su vida, ya que el lugar donde se rodó el filme, el valle del Escalante estaba situado a menos de 200 kilómetros del denominado Terreno de Pruebas de Nevada, páramo donde se detonaron bombas sucias entre 1951 y 1992.

La Hija de Ryan (David Lean, 1970) agradó mucho a los críticos, pero no al propio Bob, que las pasó canutas en el rodaje y siempre la consideró demasiado aburrida. Revivió a Philip Marlowe en Adiós, Muñeca (Dick Richards, 1975), probablemente su última gran película. Consiguió que los espectadores olvidaran a Bogart por un instante, componiendo un Marlowe cincuentón y fracasado, el sempiterno detective de Raymond Chandler visto bajo la óptica Mitchum. Su último gran papel. Un adiós a lo grande.

Lo que vino después no fue tan glorioso. Mitchum se embarcó en producciones de tercera que aprovechaban el tirón popular del actor para intentar reventar las taquillas. Intentar digo, no lograrlo. Bob intervino además en varias series televisivas, junto a otras viejas glorias tan acabadas como él. Colaboró en los proyectos fílmicos de sus hijos, que nunca le llegaron ni a la suela del zapato.

Nacido en agosto de 1917, meses antes de la Revolución Bolchevique, murió treinta y tantos días antes de cumplir los 80 años, cuando la Unión Sovética ya era historia. La casualidad quiso que James Stewart, el chico bueno del cine usamericano, falleciera un día después que Robert Mitchum. De una sola tacada, Bob Mitchum y Jimmy Stewart, el chico bueno y el lobo malo de Hollywood, como dijo el director del Festival de Cannes, Gilles Jacob. Dos por uno.

En el verano de 1996 le fue diagnosticado un enfisema, al que se le sumó un cáncer de pulmón en la primavera del 97. Sus últimos meses los pasó junto a una botella de oxígeno, no dejando por ello de fumar. Su esposa Dorothy le acompañó hasta el final, tras casi sesenta años de convivencia. Una vez, en los años 60, estuvo a punto de abandonarla, cuando se enamoró perdidamente de Shirley MacLaine. La película Cualquier día en cualquier esquina (Robert Wise, 1962) es un testigo privilegiado de aquel amor, que duró varios años.

El testamento cinematográfico de Robert Mitchum fue filmado por Jim Jarmusch, director de cine independiente, en 1995. En Dead Man, Bob se mete en la piel de un viejo vaquero, melenudo y cascarrabias que contrata a unos cazarrecompensas para que atrapen a Johnny Depp. Perdónenme los modernos, pera esa película es insoportable, aburrida hasta la extenuación, sólo merece la pena la pequeñísima intervención de Mitchum. Me doy cuenta de que Johnny Depp se ha especializado en acompañar a los grandes elefantes blancos de la industria en sus últimos trabajos. Además de a Mitchum, Depp resucitó a Marlon Brando en Don Juan de Marco (Jeremy Leven, 1995) y lo dirigió en The Brave (1997).

Reparo ahora en las similitudes y diferencias entre Mitchum y Brando. Dos antihéroes modernos, dos perdedores bien cargados de dólares, dos mitos de la pantalla olvidados al final de sus vidas. Mitchum sólo era siete años mayor que Marlon, aunque pertenecieran a generaciones diferentes. Murieron prácticamente con la misma edad (Brando murió en el verano de 2004, con 80 años recién cumplidos) con aspectos físicos bien diferentes: Robert, delgado y demacrado a causa del cáncer y Marlon, bastante gordo y postrado en una silla de ruedas. Cómo he dicho antes, la tipología de personajes que Brando popularizó, proceden de Mitchum. Nunca compartieron película, pero comparten un lugar en el corazón de todos los cinéfilos.

Cuando Robert Mitchum dejó este mundo, yo casi no había oído hablar de él. Había acabado sexto de primaria y me preparaba para ingresar en la ESO, sigla confusa que nos asustaba. Pasaba mis últimos días en el Parque Nueva Granada, a la sombra de una mimbre, saltando por el campo, de travesura en travesura. Que felices aquellos tiempos, me cago en la nostalgia. Con Son Goku, todo era más fácil.

*No quisiera terminar este texto sin referirme a la biografía de Robert Mitchum, ¡Olvídame Cariño!, escrita por el historiador usamericano Lee Server y publicada en España por T&B Editores. Les recomiendo tambien que revisen el artículo Robert Mitchum, una dimensión suplementaria, escrito por el historiador y crítico cubano Rodolfo Santovenia, y publicado en la web de la agencia Prensa Latina.

La totalidad de las películas que menciono en el artículo están disponibles en la red p2p Emule. Compartan y disfruten.

2 comentarios:

Gloria dijo...

Si te gusta "La Noche del cazador", hay un libro excelente por Preston Neal Jones "heaven and hell to play with" (le he hecho una pequeña reseña en mi blog), y existe un documental hecho a partir de las... 8 horas! de tomas supervivientes de la película descartadas del montaje, con las que William Gitt ha realizado un excelente documental que ojalà algúndia veamos estrenado, o al menos editado en DVD.

Por cierto, Laughton nunca fue "Sir"... Los ingleses, para su eterna verguenza, nunca le otorgaron tal título... Y digo verguenza porwque es un título que le dan a cualquier futbolista del montón, o jugador de cricket que no lo conoce nadie fuera de las islas británicas, pero no a uno de los mayores genios que ha nacido en su tierra, conocido en todo el mundo. Repito: les deberia dar vergüenza, mucha mucha vergüenza.

Que les deberia dar vergüenza, vamos

Anónimo dijo...

Era una calurosa mañana del mes de julio, las doce para ser exactos, cuando un compañero de oficina me dio la terrible noticia, el viejo Robert había muerto. Una angustia interior recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Había muerto mi padre y con ello la oportunidad de haberme tomado un whisky con él y charlar de por qué me abandonó en una ciudad como Valencia, tan lejana de su lugar de residencia habitual. Mi padre era un tipo capaz de salir de una Encrucijada de odios, de sufrir un Retorno al pasado, de ayudar a una chica que es Perseguida, de traspasar Las fronteras del crimen, de vivir un tórrido romance con Una aventurera en Macao, de investigar El gran robo, de sumergirse en las redes de una Cara de ángel, de vérselas con Robert Ryan en El soborno y de resolver el caso a un tipo del tamaño de la estatua de la libertad con el cerebro como un guisante, encontrando a una chica llamada Velma y admitiendo con la tranquilidad de una oruga el último Adiós muñeca, en una delirante atmósfera con olor a pólvora y carmín de labios. Pero mi padre no sólo era negro en estas historias de asfixiante densidad. Se emborrachó en un lugar llamado ElDorado y en Más allá de Río Grande, fue El aventurero de Kenya y vivió un Safari en Malasia, inquietante predicador en La noche del cazador y morboso psicópata en El cabo del terror. En Hollywood Con él llegó el escándalo y Sólo Dios lo sabe que pudo haber pasado entre él y una monja llamada Deborah Kerr, si no hubieran estado las cámaras delante. Enamoró a una deliciosa Shirley McLaine Cualquier día en cualquier esquina, siguió sigilosamente El rastro de la pantera y fue uno de los Hombres errantes del viejo Ray. Pero si hubo algo de lo que estoy orgulloso es cuando besó y retozó en la hierba con mi adorada Marilyn en un Río sin retorno. Aún no he perdido la esperanza de tomarme un whisky con él. Sé que cuando la palme y viaje al más allá, mi padre estará con sus viejos amigos Huston, Bogart y Garfield, guardándome una botella de Jack Daniels para celebrar nuestro encuentro.