miércoles, septiembre 09, 2009

Traje de luces


Ni el chándal podía disimular la ruina. Sometido a la disciplina deportiva del algodón, no era más que un recuerdo pintarrajeado de aquel guaperas que fue elegido el torero con mejor planta del momento por las lectoras de la revista Hola, en el año 1979. Su paisano Jaime Peñafiel, por entonces redactor-jefe de la publicación rosa, le hizo entrega del galardón en los salones del hotel Palace, abarrotados de amigos, curiosos y periodistas.

Ataviado para la caminata matinal, bajó con precaución la empinada escalera de caracol que comunicaba la vivienda con la carnicería de su mujer. Luisa, adormilada y de mal genio, despachaba a la clientela, mayoritariamente de sexo femenino. José le tiró un beso desde la puerta, repasó de reojo la anatomía de las presentes y salió a la calle.

La avenida Cervantes presentaba el aspecto normal de un martes por la mañana: trasiego de viandantes, madres solteras con sus bebés en los carritos, jubilados con el ejemplar de Ideal bajo el brazo, niños rezagados que corrían hacia el colegio del Ave María de la Quinta, todavía las legañas pegadas y el resto del colacao en la comisura de los labios. José León Villalta aceleró el paso y bajó hacia el puente Verde, donde observó a una pareja de patos retozando en las estancadas aguas del Genil. Andando en paralelo al río, recorriendo el paseo de los Basilios, volvió a aquella velada inolvidable de hacía casi treinta años.

Vestido de sport, peinado primorosamente por Luisa, estaba espléndido aquella noche. En la sala estaba presente la plana mayor del toreo de la época: Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, Rafael de Paula, Curro Romero, Paquirri. En una esquina, fumaba Paco Rabal. En primera fila, al lado de su mujer, Lola Flores, Carmen Sevilla y Concha Márquez Piquer, lucían sus mejores galas, despertando el interés de los fotógrafos.

Los aplausos sonaron atronadores cuando el Rayo del Realejo se levantó de su asiento para recoger el premio que le entregaba Peñafiel. No era una condecoración taurina, sólo era la prueba viviente de que las mujeres españolas se morían por sus huesos, sin embargo los diestros también batieron palmas, reconociendo el talante y la clase del torero granadino. Cuando se giró para ofrecer la estatuilla al público, creyó ofrecer las dos orejas y el rabo al respetable de Las Ventas. Perdió la compostura una milésima de segundo cuando vio a Raquel Rosúa, al fondo del salón, lasciva como de costumbre, sonriéndole.

El deambular tempranero formaba parte de su rutina, desde que el endocrino se lo recomendó para bajar peso, tras un leve desajuste cardíaco. Cuando le apetecía subía hasta el Llano de la Perdiz, apontocaba sus reales en el reloj de sol de la cumbre y apuraba un cigarrillo, un único pitillo, lo que le permitía iniciar la bajada con los pulmones algo despejados. Algunos días se internaba en el Zaidín, hasta los confines de la avenida Dílar, terminando su andadura en las cocheras de la Rober, donde veía pasar los autobuses renqueantes que se encargaban del transporte urbano de pasajeros en la ciudad.

En ocasiones, finalizaba su trayecto en el parque de la Rosaleda, o cruzaba el puente sobre el ferrocarril de la calle Jesse Owens, para tomarse unas tapillas en Las Torres. Cuando regresaba a casa, Luisa había cerrado la tienda y él debía de entrar por la puerta de al lado del escaparate, que únicamente utilizaban cuando el negocio echaba el cierre.

Los domingos, arroz. Los lunes, puchero. Los martes, lentejas. Lo que quedaba de la semana el menú diario alternaba la pasta, el pescado y la carne, rematado siempre con un café con leche frente al televisor, sentados ambos en el sofá, tapados con la manta de la mesa camilla, calentándose los pies con el brasero eléctrico. Eso siempre que fuera invierno, porque si el verano acechaba Luisa encendía el aire acondicionado y convertía el comedor en el Polo Norte.

El brasero, el típico brasero de picón que calentó sus tardes y sus noches de niño en el Realejo, el aparatejo que su madre, Angusticas, quiso que se llevara consigo en la gira de América de 1975. Menos mal que consiguió convencer a la mujer de que aquello iba a formar un estropicio en el avión, que incluso lo podían requisar en las aduanas mexicanas, que no se preocupara, que en los hoteles del otro lado del charco también existía la calefacción.

Aquel año de 1975 fue trágico para el mundo del toro. Domingo Dominguín, matador retirado, apoderado de su hermano Luis Miguel, se suicidó de dos tiros en el pecho, en Guayaquil, donde residía con una imponente colombiana. A Villalta la noticia le pilló en Lima, donde acababa de torear un mano a mano con Pepe Cáceres. Apreciaba mucho a Dominguito, la personalidad arrolladora, la retórica revolucionaria impropia de un linaje taurino de raigambre franquista, su simpatía a raudales.

Precisamente, fue en una fiesta en el piso de Domingo en la calle Ferraz, donde conoció a Raquel Rosúa. Villalta todavía no vivía en Madrid, estaba alojado de manera temporal en la mansión de Luis Miguel, en Somosaguas. Llevaba unas copas de más cuando Fernando Fernán Gómez le presentó a la joven actriz que representaba un papel menor en una obra coral dirigida por Adolfo Marsillach. La conversación, animada por el dato de que la familia de Raquel provenía de Loja, se prolongó hasta el catre de la pensión donde habitaba la cómica.

Siguieron citándose a lo largo de tres años, hasta que José decidió cortar por lo sano en la primavera de 1974. Luisa se había quedado embarazada de Jorge, su segundo hijo, lo que intensificó el complejo de culpa que sentía el maestro, emponzoñando definitivamente la relación que mantenía con su amante. No volvió a verla hasta la noche de entrega del premio de Hola.

Dos tardes en semana, José León Villalta jugaba al dominó con los restos de su antigua peña taurina en la cafetería Ramírez, sita en las cercanías del coliseo granadino. Rafael Labella, Juanito Carmona y Luis Carlos Martínez eran los únicos fieles que habían resistido a las sucesivas hecatombes que arruinaron la meteórica carrera del Rayo del Realejo. Primero, la cogida del DF que le postró en cama durante dos temporadas, luego el fiasco de la reaparición en la Goyesca de Ronda, que sería el inicio de su declive. Luego vino el alcoholismo, la adicción a la cocaína, las peleas en los bares de putas, la pinchada que le metió un gitano de las casillas bajas de La Paz, cuando lo encontró follándose a su señora esposa.

El martes de autos, Villalta salió del Ramírez con el repeluzno metido en el cuerpo. Sus tres compadres de juegos y de risas habían evolucionado al unísono hacia un derechismo feroz, descabellado, alentados por los talibanes de las ondas. En vez de hablar de mujeres, de fútbol o de toros, se dedicaban a despotricar contra el presidente del Gobierno, responsable para ellos de todos los males del orbe. No es que él mismo fuera un entusiasta partidario del mentado Zapatero, él ni siquiera votaba, pero aquello le parecía una exageración.

Labella y Carmona, albañiles, habían estado mezclados en las huelgas contra la dictadura, ingresando en las Comisiones Obreras clandestinas, librándose por poco del aciago destino de los tres muertos del 70. Rafael había militado además en el Partido Comunista, figurando de relleno en unas listas electorales para el ayuntamiento de Atarfe. Luis Carlos era hijo de un capitán de la Guardia Civil, nacido en el cuartel de Las Palmas, revoltoso, contestatario, había sufrido una particular evolución, desde el maoísmo hasta el españolismo recalcitrante, recalando como tantos en el felipismo durante el período del pelotazo.

Cogió el autobús de la línea 9 en la avenida de la Constitución, a las 9 menos cuarto de la tarde. Se acomodó en el espacio reservado a los carricoches de niños chicos y se contentó con acariciar el paquete de tabaco, mirando con fiereza el letrero que prohibía fumar, una pegatina mal pegada a la cristalera que recubría el vehículo. Entonces la vio.

Una mulata trigueña, de larga cola azabache, adornadas sus orejas por dos aros de plata de tamaño maxi, cubría sus curvas con unos tejanos gastados y una cazadora de aviador. Calzaba unas botas peludas, de color morado. En un determinado instante, cuando Villalta llevaba ya unos cuantos minutos comiéndosela con la mirada, la chica, que tendría unos 35 años, cruzó sus pupilas con las del torero. Rayos, truenos y centellas, al modo del querido Archibald Haddock, impactaron en las hormonas de José Léon Villalta, despabilando el hambre de hembra, que ya creía saciada. No en vano, había alcanzado los 61 años en enero.

La noche del martes 24 de febrero de 2008, José no cenó en su hogar, dulce hogar. Engañó a su esposa con una excusa barata, apagó el teléfono móvil y se dispuso a controlar la mamada esplendorosa que Janina estaba acometiendo. Mientras su polla brotaba de una sequía de meses, remozada por la lengua experta de la brasileña, encendió como pudo la radio del Seat Toledo, sintonizando la Cadena Dial. Pastora Soler, una de sus preferidas junto a Pasión Vega o Diana Navarro en la nueva hornada de la canción española, defendía un tema de su álbum. Janina moldeaba el miembro viril a su antojo, con placidez y dedicación.

Enero de 1981. Adolfo Suárez se ahogaba en las arenas movedizas de la realpolitik, Tejero y los de su cuerda sacaban brillo a sus sables, los Comités anti-OTAN se manifestaban en Madrid. La actriz Lola Gaos, el abogado laboralista Fernando Sagaseta, el diputado socialista Pablo Castellano, el comandante de la UMD Luis Otero, eran los oradores programados del acto. La sorpresa mayúscula se produjo cuando un hombre joven subió al estrado. Elegante, distinguido, con porte de senador romano, chaqueta beige, camisa blanca y pañuelo azul, pantalones negros, zapatos italianos.

El diestro realejeño, en el apogeo de su popularidad, antes de su vuelta a los ruedos tras la cornada de La Monumental, estaba exultante. Titubeó durante un momento para luego empezar su alocución a los manifestantes contrarios a la entrada de España en la Alianza Atlántica :

-Buenas noches a todos, admirados compañeros de tribuna, estimados asistentes. Estamos aquí, en este acto, exteriorizando nuestra repulsa ante el ingreso de nuestro país a la OTAN. Estamos aquí, porque no queremos que nuestro territorio sea base de operaciones de ejércitos extranjeros destinados a reprimir a los pueblos libres del mundo. Estamos aquí, porque queremos que nuestra tierra sea tierra de paz, de entendimiento entre culturas, religiones y formas de vida. Estamos aquí, porque preferimos, en fin, el trinar mañanero de un gorrión al ruido ensordecedor de un B-52, rompiendo la tranquilidad de la siesta.

A muchos de vosotros, quizás a la mayoría, os desconcierta mi presencia ante este micrófono. Algunos pensaréis que soy un advenedizo, un torero acabado lanzado en paracaídas al movimiento anti-OTAN, deseoso de recuperar el cariño del público, promocionando mi inminente regreso al albero. Permitidme deciros que estáis equivocados.

Si estoy en este lugar, junto a vosotros, junto a dignos representantes de la cultura, la abogacía, el parlamentarismo correoso, la milicia demócrata, es porque éste es mi sitio, y no otro. Si me encuentro aquí, es por mi padre.

Pancracio León Valverde nació en Colomera, un pueblecito de la provincia de Granada, en 1919. Sus ascendientes poseían varias fanegas de olivos en los alrededores del pueblo, lo que les situaba como una familia relativamente rica. Cuando llegó la sangría del 36, Colomera quedó en zona republicana, mientras que la capital era tomada por los fascistas. Pancracio fue reclutado a la fuerza e hizo la guerra en el Ejército Popular de la República.

El señorito, destinado a una unidad dirigida por mandos comunistas, acabó contagiándose del marxismo de sus superiores. Cuando acabó la contienda, fue repatriado a España y tuvo que soportar un servicio militar en las islas Canarias, suplicio que duró unos cuantos años.

Vendidos los olivares, puso un horno de pan en la calle Santiago, en la antigua judería granadina, el Realejo. Mi madre, Angustias Villalta López, entró a trabajar en la panadería en el otoño de 1945, naciendo un servidor el 26 de enero de 1947.

A mi añorado padre le debo las primeras letras, las primeras inquietudes, las primeras respuestas a las enrevesadas preguntas infantiles. A mi padre le debo el estar hoy presente, en esta demostración de coraje de un pueblo al que no han vencido definitivamente.

El toreo me permitió, además de cumplir con mi vocación, entrar en contacto con personajes inolvidables, que no hicieron sino aumentar mi politización, concretar la conciencia de clase de un mocoso de la posguerra. Fui partidario, si puede decirse así, del Partido Marxista Taurino-Pensamiento Domingo Dominguín...

El Seat Toledo, aparcado en una calle desolada, por las proximidades del Camino de los Neveros, desengrasaba sus amortiguadores al compás de los cuerpos. La farola mortecina más cercana congregaba en danza un miserable enjambre de mosquitos. El traje de luces cogía polvo en el cuarto de los trastos viejos.

*La pintura que antecede este relato corto es obra del pintor Juan Pedro Aguilar Moreno, y se encuentra disponible en su página web: http://www.jupeam.com/

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una delicatessen camarada

J.P.