Nunca he sido muy partidario del deporte. A diferencia de mis compañeros de generación, de mis amigos y conocidos, no he practicado casi ninguna actividad deportiva en mi vida. Por unas razones u otras, ni el fútbol, ni el baloncesto, ni el tenis, me han entusiasmado jamás. La pereza y la vagancia han sido dos constantes en mi existencia, aunque no quede demasiado guay al reconocerlo.
Tampoco he visto mucho deporte por televisión, ni siquiera soy seguidor de ningún equipo de fútbol, aunque me declaro enemigo ferviente del Real Madrid, por los siglos de los siglos (amén). Lo único que me ha llamado siempre la atención ha sido el ciclismo. El mismo deporte que tantos españoles utilizan para amenizar sus siestas veraniegas, el mismo del que reniegan los colegas más futboleros tachándolo de aburrido y soporífero, el puteado y marginado ciclismo.
El Tour y la Vuelta han sido parte indispensable de todos mis veranos. Mañanas y tardes enteras pegado al televisor, dictadura personal del mando a distancia, en aquellos años en los que el aire acondicionado brillaba por su ausencia. La lucha titánica de los ciclistas contra los colosos alpinos y pirenaicos o la odisea del Angliru, son trozos de una mitología propia, que han contribuido a formar la personalidad del escriba de estos disparates.
No vayan a creer que he sido un as con la bici ni nada parecido. He pedaleado más en bicicleta estática que en una normal. Tengo muchos ciclistas en la familia, y no me extrañaría que algún día surja un profesional de entre nosotros. Yo soy la oveja negra del clan, así que no esperen de mi ninguna hazaña deportiva. (Ahora deberían ustedes reír a carcajada limpia, si es que han entendido el chiste).
El ciclismo es la cenicienta del deporte de élite, un patito feo calumniado y vejado, siendo sin embargo el de más dureza, el más extremo. El adjetivo más utilizado por los cronistas deportivos para referirse al ciclismo es el de que es algo épico. No les falta razón, incluso se quedan cortos.
Los escándalos de dopaje que vienen sacudiendo al ciclismo desde que estalló el caso Festina en el Tour de 1998 no han conseguido acabar con él, a pesar de que se han llevado por delante a campeonísimos como Roberto Heras, Ivan Basso o Jan Ullrich. Los patrocinadores más poderosos han ido abandonando el barco, a medida que la travesía se iba poniendo peliaguda. El combate antidoping se ha cebado con los ciclistas, olvidando a los millonarios futbolistas, ídolos de masas y símbolos inmaculados de la sociedad de consumo.
Por supuesto que sé que el ciclismo profesional es un eslabón más del gran entramado capitalista, pero también lo es el cine clásico yanqui y nadie se pone tiquismiquis cuando un rojo lo reivindica. Es mi opio del pueblo particular, no puedo remediarlo. Desviaciones pequeñoburguesas que llevo en la sangre. (Más risas, e incluso aplausos).
Como cualquier religión, el deporte de las dos ruedas ha tenido dioses: Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault, Miguel Indurain, Lance Armstrong. El panteón de los mártires alberga entre otros a Tom Simpson, Luis Ocaña, Fabio Casartelli, Marco Pantani, José María Jiménez Chava e Isaac Gálvez. No podían faltar los demonios, encarnados en los vampiros de la UCI* o en la prensa sensacionalista.
Anquetil, Merckx, Hinault y Miguelón lograron cinco victorias en la clasificación general de la carrera más importante del calendario ciclista: el Tour de Francia. El texano Armstrong logró rebasar esa cifra mítica, alcanzando los siete Tour de Francia, ganándolos de forma consecutiva. Sin embargo, para la mayoría de los aficionados el mejor corredor de la historia es el belga Eddy Merckx, apodado el Caníbal, que vencía en las etapas de montaña, en las cronos y en los sprints. Su hijo Axel también fue ciclista profesional, aunque sin alcanzar las cotas de magnificencia del Caníbal.
Tampoco he visto mucho deporte por televisión, ni siquiera soy seguidor de ningún equipo de fútbol, aunque me declaro enemigo ferviente del Real Madrid, por los siglos de los siglos (amén). Lo único que me ha llamado siempre la atención ha sido el ciclismo. El mismo deporte que tantos españoles utilizan para amenizar sus siestas veraniegas, el mismo del que reniegan los colegas más futboleros tachándolo de aburrido y soporífero, el puteado y marginado ciclismo.
El Tour y la Vuelta han sido parte indispensable de todos mis veranos. Mañanas y tardes enteras pegado al televisor, dictadura personal del mando a distancia, en aquellos años en los que el aire acondicionado brillaba por su ausencia. La lucha titánica de los ciclistas contra los colosos alpinos y pirenaicos o la odisea del Angliru, son trozos de una mitología propia, que han contribuido a formar la personalidad del escriba de estos disparates.
No vayan a creer que he sido un as con la bici ni nada parecido. He pedaleado más en bicicleta estática que en una normal. Tengo muchos ciclistas en la familia, y no me extrañaría que algún día surja un profesional de entre nosotros. Yo soy la oveja negra del clan, así que no esperen de mi ninguna hazaña deportiva. (Ahora deberían ustedes reír a carcajada limpia, si es que han entendido el chiste).
El ciclismo es la cenicienta del deporte de élite, un patito feo calumniado y vejado, siendo sin embargo el de más dureza, el más extremo. El adjetivo más utilizado por los cronistas deportivos para referirse al ciclismo es el de que es algo épico. No les falta razón, incluso se quedan cortos.
Los escándalos de dopaje que vienen sacudiendo al ciclismo desde que estalló el caso Festina en el Tour de 1998 no han conseguido acabar con él, a pesar de que se han llevado por delante a campeonísimos como Roberto Heras, Ivan Basso o Jan Ullrich. Los patrocinadores más poderosos han ido abandonando el barco, a medida que la travesía se iba poniendo peliaguda. El combate antidoping se ha cebado con los ciclistas, olvidando a los millonarios futbolistas, ídolos de masas y símbolos inmaculados de la sociedad de consumo.
Por supuesto que sé que el ciclismo profesional es un eslabón más del gran entramado capitalista, pero también lo es el cine clásico yanqui y nadie se pone tiquismiquis cuando un rojo lo reivindica. Es mi opio del pueblo particular, no puedo remediarlo. Desviaciones pequeñoburguesas que llevo en la sangre. (Más risas, e incluso aplausos).
Como cualquier religión, el deporte de las dos ruedas ha tenido dioses: Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault, Miguel Indurain, Lance Armstrong. El panteón de los mártires alberga entre otros a Tom Simpson, Luis Ocaña, Fabio Casartelli, Marco Pantani, José María Jiménez Chava e Isaac Gálvez. No podían faltar los demonios, encarnados en los vampiros de la UCI* o en la prensa sensacionalista.
Anquetil, Merckx, Hinault y Miguelón lograron cinco victorias en la clasificación general de la carrera más importante del calendario ciclista: el Tour de Francia. El texano Armstrong logró rebasar esa cifra mítica, alcanzando los siete Tour de Francia, ganándolos de forma consecutiva. Sin embargo, para la mayoría de los aficionados el mejor corredor de la historia es el belga Eddy Merckx, apodado el Caníbal, que vencía en las etapas de montaña, en las cronos y en los sprints. Su hijo Axel también fue ciclista profesional, aunque sin alcanzar las cotas de magnificencia del Caníbal.
Tom Simpson fue la primera víctima conocida del dopaje, falleciendo en una etapa del Tour de 1967, mientras escalaba el Mont Ventoux, ascensión terrible de paisaje lunar. Desde entonces, el Gigante de la Provenza arrastra una maldición para el ciclismo. El mismo Eddy Merckx necesito oxígeno al conquistar la cima tiempo después.
La depresión, enfermedad cada vez más común en este mundo nuestro, acechó a Luis Ocaña, a Marco Pantani y al Chava, aniquilando las esperanzas de estos tres increíbles ciclistas, condenándolos al infierno de las drogas para arrojarlos después al pozo oscuro del suicidio y de la muerte. José María Jiménez ha sido uno de mis corredores favoritos, valiente, atrevido, chulesco, de condiciones excepcionales, capaz de sacarle una minutada al resto de líderes en un sólo puerto y de perder todas sus opciones de triunfo final al día siguiente. No en vano, le llamaron el Curro Romero del ciclismo.
Casartelli falleció en la bajada del Portet d'Aspet, en el Tour de 1995. Recuerdo que presencié la caída a través de la tele, quedando francamente impresionado por el charco de sangre espesa que se formaba alrededor de su cabeza. Tenía todavía nueve añitos, me acompañaba mi padre, que no trabajaba aquel mes de julio, debido al Expediente de Regulación de Empleo que afectó a su empresa.
La más reciente de estas tragedias fue la muerte de Isaac Gálvez en el velódromo de Gante, cuando disputaba una prueba de pista con el olímpico Joan Llaneras, el 26 de noviembre de 2006. Gálvez compatibilizaba la pista y la carretera, al igual que otros muchos ciclistas.
Mis primeros pinitos de escritor también tienen que ver con el ciclismo, ya que rellenaba hojas y hojas de libretas escolares con la caligrafía garrapatosa que me caracteriza, intentando captar cada detalle, cada instante de las etapas de la Vuelta o del Tour. Conservo esos cuadernos, acumulando polvo, en algún estante del dormitorio.
El hombre frente a la montaña, el humano contra el reloj, aupado en una bicicleta, intentando conseguir la gloria deportiva. Modernos caballeros andantes sin princesas que rescatar ni dragones que descabezar, fragmentos de mi memoria, benditos ciclistas.
*En el argot ciclista, se denomina vampiros a los analistas de sangre de la Unión Ciclista Internacional, encargados de inspeccionar el torrente sanguíneo de los miembros del pelotón, en busca de sustancias prohibidas.
1 comentario:
Sly, cada dia me gusta mas el ciclismo. A ver si me aficiono como tu!
Publicar un comentario