martes, mayo 08, 2007

Azul Mahón, historia de un falangista rebelde

Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la Falange el que se la proponga tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista, al alborear de la inmensa tarea de reconstrucción patria bosquejada en nuestros 27 puntos, sino a reinstaurar una mediocridad burguesa conservadora (de la que España ha conocido tan largas muestras), orlada, para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.

(José Antonio Primo de Rivera)

Supo llegar al problema de España, al definirla por carencia, por vacío. Al no poder decir que España era una zona geográfica o un determinado proyecto histórico, dijo: España es una unidad de destino en lo universal. Yo he utilizado este concepto varias veces. Él fue, además un individuo con una concepción estética de la política y de la muerte.

(Julio Anguita, en referencia a José Antonio)


La primera puñalada me atravesó las entrañas. De la segunda, sólo recuerdo la hoja de la navaja, resplandeciente a la luz de la luna. Luego, la sangre nubló mi mente. Creo que en ese momento fue cuando perdí el conocimiento.

Aquella noche, del verano de 1979, había salido a tomar unas copas por Malasaña. Las calles estaban llenas de gente, jóvenes en su inmensa mayoría, era el inicio de lo que después se conoció como la movida madrileña. Yo estaba sólo, triste y dispuesto a emborracharme. Acababa de cumplir sesenta y cuatro años, presentía que llegaba el principio del fin. Franco, ese militar traicionero al que habíamos colocado en el poder, ya estaba muerto. Reinaba la democracia, estrenábamos nueva Constitución. La dicotomía histórica entre reforma y ruptura era cosa del pasado, reclamado sólo por ultraizquierdistas, bohemios, vagos y maleantes (cómo yo mismo).

Fueron dos chavalillos los que me pusieron la navaja en el costado, obligándome a montarme en el Seat 124. En el asiento del copiloto, alumbrado por la brasa intermitente del cigarrillo, reconocí a un antiguo camarada, al que no veía desde hacía casi 20 años. Se llamaba Arturo Rioyo, y era una mala bestia. Debía ser algo más joven que yo, unos 5 o 6 años. Él, a diferencia de un servidor, no había estado presente en el Teatro de la Comedia, en Madrid, el 29 de octubre de 1933, en el acto fundacional de la Falange Española.

Yo fui camisa vieja de la Falange. Tenía entonces 18 años, una confusa ideología social-católica, y era muy influenciable. La personalidad de José Antonio me fascinó desde el principio. Su oratoria, su elegancia natural, su saber estar, sellaron el destino de muchos señoritos, hijos de familias bien, que quisimos construir el nacionalsindicalismo. Las izquierdas nos asustaban, por su anticlericalismo y porque, en realidad, nos daba muchísimo miedo, el creciente empuje de la clase obrera. Rechazábamos a las derechas tradicionales al igual que discutíamos con nuestros padres, no comprendíamos cómo habían consentido y alimentado la corrupción y el caciquismo durante el reinado de Alfonso XIII.

Durante aquella época, inmediatamente anterior al estallido de la guerra civil, compartí tertulias y charlas interminables con los primeras espadas de la Falange: Alfonso García Valdecasas, Agustín de Foxá, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Narciso Perales o Raimundo Fernández-Cuesta. Tuve la oportunidad de conocer a los grandes poetas de la izquierda: Rafael Alberti, García Lorca...

Nosotros, los falangistas, actuamos como fuerza de choque de las derechas, reprimiendo a las izquierdas, que respondían también con violencia. Aquello sí que fue la dialéctica de los puños y las pistolas. Cuando ganó el Frente Popular, José Antonio y buena parte de los dirigentes falangistas fueron encarcelados. Eso nos animó más a la hora de unirnos al movimiento golpista que se estaba preparando.

Cuando dimos el golpe contra la República, aquel 18 de julio, yo estaba en Madrid. Me sublevé con los militares en el cuartel de la Montaña. El pueblo madrileño, tenaz y fiero, nos derrotó completamente, tomando el cuartel y haciéndonos prisioneros. Me internaron en una checa. Allí conocí a Domingo Dominguín, falangista como yo, preso como yo al haberse levantado contra el Gobierno legítimo. Dominguín, que sabía más de toros que todos los tomos de la Enciclopedia Cossío, consoló mis días y noches de presidio, mientras afuera, España entera se desangraba.

A lo largo de toda mi vida, no he hecho más que arrepentirme. La culpa era nuestra. Con nuestra ayuda y nuestro concurso, Francisco Franco se convirtió en dueño y señor de la vida y de la muerte de todos los españoles. Con nuestro apoyo, con nuestro aliento, con nuestras manos señoritas manchadas de sangre, el gallego acribilló a cientos de miles de españoles, convirtió nuestro país en un erial, arruinó el porvenir de nuestros hijos. La Falange, orgullosa e ilusa, entregó un cheque en blanco al general, que se apropió de nuestro partido, alimentando el bolsillo y las ansias de grandeza de algunos jefazos, los francofalangistas. Franco convirtió a Falange en un apéndice de su propia maldad, un apéndice sumiso, presto a fusilar, a aterrorizar, a acabar con la AntiEspaña.

El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera supuso un reforzamiento de la posición política de Franco, constituyendo uno de los mayores errores tácticos del bando republicano. Matando a José Antonio, la República se mataba un poquito a sí misma. Franco, que pudo evitar la ejecución y no quiso, eliminaba de un plumazo a una figura brillante (que podía hacerle sombra), y a la vez, creaba un mito, que manipularía durante 40 años. La desaparición del Ausente consolidaba la dictadura del Presente.

Gracias a la inestimable colaboración de Manuel Delicado, dirigente andaluz del PCE, unos cuantos, entre ellos Domingo Dominguín y yo mismo, salvamos la vida y pudimos pasar a zona franquista. Delicado, al que Dios tenga en su gloria, evitó que fuéramos víctimas de una saca, muy frecuentes en esos tiempos. Las milicias obreras, que defendían la democracia del fascismo, pagaban su natural enfado con los presos facciosos. Franco bombardeaba su ciudad, asesinaba a sus niños, violaba a sus mujeres, ... La violencia sólo engendra violencia.

Una vez en nuestra zona, formé parte de varios piquetes de ejecución. Allí, en mitad de la noche, enfundado en la camisa azul, aprisionado por mil y un correajes, disparando fríamente contra otros seres humanos, disfrutando incluso. Por entonces, surgió el denominado Decreto de Unificación, que acabó definitivamente con la primitiva Falange, engullida por el voraz Generalísimo. Nuestro Jefe Nacional, Manuel Hedilla, heredero de José Antonio, no aceptó aquella imposición, se rebeló y lo pagó con la cárcel y con la condena a muerte, finalmente conmutada. Algunos, la mayoría, nos resignamos. Otros aceptaron de buena gana el ser mamporreros del gallego.

La República murió en las cunetas. Nosotros, la canalla fascista, ganamos. Era la hora de los vencedores y de los vencidos. No había llegado la paz, había llegado la victoria. La venganza, la cruel y maldita venganza. No tuve la suerte o la desgracia de ocupar ningún cargo público. Desde el final de la guerra, me acostaba con la esposa de un general, una señora refinada y católica, de misa diaria. Misa diaria y polvo furtivo semanal, a oscuras, con prisas y suspiros. Amancebado con una ricachona, uniformado con la camisa azul y la flamante boina roja, recorría los cafés y los burdeles, sabedor de que habíamos pasao y teníamos derecho a hacer los que nos viniera en gana.

Los rojos sobrevivían a duras penas. Sometidos al escarnio público, humillados todo lo posible, conservaban todavía la dignidad. Nosotros, borrachos de poder, conscientes de nuestra impunidad, perpetuábamos la indecencia, permitíamos el crimen, lo cometíamos gustosamente. ¿Dónde quedaba la poética de la Falange? Arrumbada en cualquier fosa común, abandonada en alguno de los pueblos que recorrió la comitiva que trasladó el cadáver de José Antonio desde Alicante hasta el pudridero de El Escorial. Nunca un entierro segó tantas vidas.

En la clandestinidad, los comunistas se reorganizaban. También conspiraban los disidentes falangistas, pronto conocidos como hedillistas o auténticos. Dionisio Ridruejo, poeta y camisa vieja, coautor del Cara al Sol, dimitió de sus cargos oficiales y se enroló en la División Azul, todavía poseído por la furia anticomunista. Cuando volvió, ya no era el mismo. Paso a paso, año a año, aquel falangistón fue convirtiéndose en un opositor al régimen. Un encuentro casual con Ridruejo, un fraternal abrazo y la promesa de una comida común, propició el inicio de mi propia liberación. Amistad inquebrantable, sólo interrumpida por sus destierros a Ronda o a Sant Cugat del Vallés, recuerdos compartidos, sueños aplastados por la mediocridad franquista, revoluciones pendientes que nunca llegaron a materializarse. Dioniso me alejó del francofalangismo y me acercó a los hedillistas. Abandoné el uniforme y me consagré a mi nuevo empleo (¿el primero?): corrector de una editorial, propiedad de unos amigos de Dionisio.

Me doy cuenta de que, hasta ahora, no he hablado de mi estudios. Empecé a estudiar Filosofía y Letras, y nunca la acabé. Siempre fui algo flojo, de espíritu y de cuerpo, la pereza me dominaba. La guerra tampoco ayudó mucho en la conclusión de la carrera. Tras la Victoria, sobreviví gracias a mi amante, quedando completo el sustento con la caridad de varios camaradas. Siempre fui un vividor, bebedor incorregible y cliente asiduo de ciertas prostitutas. Intenté ser escritor y desfallecí en el intento. No me publicaban nada, ni siquiera cuando contaba que era camisa vieja.

Las reuniones secretas eran cada vez más frecuentes. Faltaría a la verdad si no reconozco que sentíamos temor, pero en el fondo pensábamos que si nos descubría la policía, no se atreverían a tocarnos ni un pelo. No en vano, no éramos ni comunistas ni anarquistas, éramos falangistas, puramente joseantonianos. Algo de razón teníamos. Nos era más fácil actuar que a los rojos, había cierta tolerancia para con nosotros. Sólo éramos una pandilla de niños traviesos. Nada más.

En una de aquellas reuniones tuvieron el disgusto de presentarme a Arturo Rioyo. Era una persona francamente desagradable. Desastrado, sucio, malhablado, el más auténtico entre los auténticos. Había hecho la guerra en plena adolescencia, y fue en 1938 cuando se afilió a FET de las JONS. A diferencia de muchos de nosotros, no procedía de la pequeña burguesía, era un hombre del campo, hijo de jornaleros y jornalero él mismo, bruto a ratos, culto y distinguido en otras ocasiones. Le habían enchufado en los Sindicatos, donde fomentó diversas amistades que le acercaron al hedillismo.

Desde el principio, se me pegaba mucho. Me veía como un mito. Lo que era extraño, ya que no estábamos faltos de mitos. Acudía a nuestros encuentros el médico Narciso Perales, Palma de Plata de Falange, el mismo Ridruejo o Patricio González de Canales. Sin embargo, Rioyo sólo me prestaba atención a mí. Ahora, con el pasar de los años y el devenir de los acontecimientos, adivino que se trataba de un espía del poder, que tenía encomendada la misión de vigilarme. Quizás mis relaciones sexuales con la señora del general, mis primeros y torpes pasos en el falangismo antifranquista, llamaban la atención en las altas esferas de aquella podrida España.

Rioyo se convirtió en mi sombra. Me consiguió un puesto en una constructora, que yo acepté gustoso. Me invitaba a copas, a putas y me regalaba libros. Así, gracias a aquel individuo, amplié mi cultura general y evolucioné políticamente. Ya no veía a los vencidos como escoria, ya aceptaba su condición humana, presupuesto indispensable para comprenderlos.

A finales de los años 40, yo permanecía soltero, instalado en la treintena, tan juerguista como de costumbre, resentido con Franco y con pequeños problemas de conciencia. Seguía siendo joseantoniano, partidario de la revolución nacionalsindicalista, pero ya no me creía en posesión de la verdad, la épica falangista me había decepcionado. El desencanto era patente. Pero, por entonces, yo culpaba de todo a Franco, y me olvidaba de sus viles lacayos de camisa azul. No me había dando cuenta, no quería darme cuenta de que los ideales falangistas, irreales y confusos, puros y prístinos, habían desembocado en la barbarie del Caudillo. Cuando lo comprendí todo (si es que es posible entender todo lo que ocurre en la vida de uno), ya era demasiado tarde. Nuestra hora había pasado, los luceros se apagaban y en las montañas nevadas esquiaba la flor y nata del franquismo sociológico.

Una mañana de 1952, a poco de cumplir treinta y siete años, me casé con Diana Martí, hija de la alta burguesía catalana. La había conocido en casa de Dionisio Ridruejo, el año anterior. Congeniamos bien, compartíamos aficiones y aspiraciones, ella era casi socialdemócrata. Yo ya tenía una edad, nunca fui ningún galán, y Diana apareció en el momento preciso. A la boda acudió el antiguo falangista Domingo Domiguín, hermano mayor del famoso Luis Miguel. Dominguito, genial personaje, queridísimo amigo, acabó siendo comunista, a la vez que cazaba con el terrible Camulo Alonso Vega.

El nepotismo funcionó a la perfección. Acabé de secretario de dirección en la empresa del papá de Diana. Allí me topé de bruces con la clase obrera. Conocí sus problemas, sus necesidades, los conocí físicamente. Debido a ello, nunca fui un marxista de manual ni de academia. Aprendí poco de política en los libros, ya que mi vida fue agitada y polvorienta. Sufrí en mis carnes la vía falangista al comunismo. De José Antonio a Karl Marx, haciendo escala en Manuel Hedilla. El burgués arrepentido, el fascista que fusiló a decenas de obreros, el pasota que se dio a la buena vida mientras media España moría de hambre y de frío, transitaba hacia el socialismo.

Una parte de los obreros de la fábrica me trataban como a un enemigo. Era lo natural y lo normal, objetivamente yo era su enemigo de clase. Otro sector actuaba de forma sumisa, ya que yo era el yerno del amo, llamado a dirigir la empresa en el futuro. Era evidente que, desde mi posición social no podía acercarme a ellos. Mi identificación con los vencidos iba en aumento, los defendía ante mi suegro, que era franquista por comodidad, porque el franquismo había domado a la revoltosa clase obrera de Cataluña.El señorito castellano volvía a soñar con la revolución, aunando cristianismo y socialismo, bajo la égida inspiradora de José Antonio.

Los sucesos de 1956, la revuelta universitaria dirigida por el Partido Comunista, provocó el cese de dos ministros del régimen: el democristiano y aperturista Ruiz-Giménez y el francofalangista Fernández Cuesta. El rector de la Complutense, el también camisa vieja Pedro Laín Entralgo, fue destituido, y mi amigo Dionisio Ridruejo fue encarcelado. El pobre de Dionisio descubrió en la cárcel que aquellos arcangélicos estudiantes que querían reformar la universidad (Fernando Sánchez Dragó, Enrique Múgica Herzog, Javier Pradera) eran militantes clandestinos del PCE. Ahí lo tenían: uno de los fundadores de Falange Española, amigo íntimo del Ausente, compositor de algunas estrofas del Cara al Sol, colaboraba con el comunismo internacional para intentar reformar la postrada universidad franquista. Las cosas estaban cambiando, y muchos lo vieron. Llegaba el momento de tirar los uniformes, de maquillar la propia biografía, de esconder los trastos de matar debajo de la cama. En el futuro, los demócratas de toda la vida saldrían hasta de debajo de las piedras, floreciendo como setas salvajes.

No se puede negar la mayor, ya que se cometería perjurio. Hubo gente, como Ridruejo o Ruiz-Giménez, cuya conversión a la causa democrática fue sincera. De otros muchos, no se podría decir lo mismo. Si nos portamos bien y somos políticamente correctos, diremos que España estuvo llena de antifranquistas. Pero eso no es verdad, el régimen del gallego lavó bien los cerebros de varias generaciones de compatriotas, inoculándoles el virus del franquismo sociológico. La Transición, posiblemente la mayor estafa de toda nuestra historia, consolidó el oprobio, aprobó la amnesia, instituyó la amnistía de los criminales franquistas. Yo también fui un criminal franquista, un asesino de rojos al servicio del Criminalísimo.

Desde la boda, vivía en Barcelona, por lo que dejé de ver a los camaradas hedillistas y , sobre todo, a Arturo Rioyo. Abandoné mi antigua afición por la bebida, conseguí libros prohibidos y pude hacer amistad con algunos trabajadores. La vida transcurría plácida y feliz, hasta que mi mujer perdió el hijo que esperábamos, entrando en una fuerte depresión. Los problemas empezaron a acumularse, la vida diaria era un infierno, por lo que regresé a la bebida y a las damas del barrio Chino.

El día que amanecí con 44 años, 44 largos años de vida con uno mismo, llevaba encima una resaca portentosa, la peor que he soportado nunca. Aquella jornada no acudí a la fábrica, me quedé en casa, rumiando mi derrota. También era un vencido, era uno de ellos, la Victoria también se había cebado conmigo. Comprendí que debía hacer algo. Debía devolver al pueblo trabajador una pequeña porción de lo que le había arrebatado.

Días más tarde tuve una reunión con Ridruejo. Se encontraba en la cárcel, acusado de fundar el grupo Acción Democrática. Salí de aquella visita totalmente hundido, Dionisio me parecía un moderado. La casualidad, la bendita casualidad, provocó que me encontrara con Domingo Dominguín. Tras los whiskys de rigor, me invitó a su casa donde charlamos durante horas. Dominguito descubrió mis más profundos pensamientos, me tanteó sabiamente e inició mi captación.

Aquel fue el primero de mis contactos con el PCE. De la mano de un torero, exfalangista como yo, acabé militando en el partido que encabezaba la vanguardia de la clase obrera en este país. Milité en el partido hasta 1978, año en el que me di de baja para ingresar en el PTE. Tras la defenestración de Santiago Carrillo, volví a militar en el PCE, en el que permanezco en la actualidad. Como ven, el camisa vieja también fue maoísta.

Los 60 fueron prodigiosos. Mis endebles huesos de señorito pisaron la prisión de Carabanchel en tres ocasiones. Permanecí preso durante 4 años, 8 meses y 13 días, en total. Acabé separándome de mi esposa y tuve una relación más o menos seria con la madame de un burdel. No he podido abandonar los bajos fondos, su sordidez me encanta, el aliento del peligro me ha atraído desde zagal. He sido el rey de las barras americanas, he probado todo tipo de drogas, pero además he sido un militante disciplinado, cumplidor y fiel a la causa. La revolución y el deseo, que diría aquel.

Trabajé en todo lo que pude: fui camarero, albañil, vendedor de enciclopedias a domicilio. Hasta fui chulo, sin proponérmelo. La vida da muchas vueltas, que vueltas que da la vida.

En Carabanchel pude abrazar a Marcelino Camacho, fundador de Comisiones, soldado del ejército republicano, que vivió más de una década entre los muros de los penales franquistas. Todos comíamos de los pucheros gigantescos que preparaba su esposa Josefina, aquella mujer de una pieza.

Sorteé las inclemencias de la vida como pude, a salto de mata. Pero, algunos inclementes, algunos fascistas nunca me perdonaron. Arturo Rioyo no perdona una ofensa. Para él fue una ofensa el hecho de que me negara a concederle un préstamo para permitirle hacer frente a sus deudas. Mi relación con Diana se estaba resquebrajando (debió de ser por 1958 o 59) y yo no podía permitirme esas alegrías con unos dineros que no eran míos. Que desfachatez la suya: él, agente del poder, que me espiaba y controlaba, que se había infiltrado en la Falange Auténtica, se atrevía a pedirme un préstamo. Que se lo pidiera a Girón de Velasco o a Esteban Bilbao.

Cuando aquellos dos muchachos me apalearon y apuñalaron en plena Casa de Campo, bajo la atenta mirada del maldito Rioyo, la ofensa del pasado fue vengada. Parece ser que Rioyo era uno de los gerifaltes de los Guerrilleros de Cristo Rey, un matón del búnker. No me mato de milagro. Aún me duelen aquellas dos puñaladas fascistas. Paradójico, ¿no creen? El falangista arrepentido apuñalado por dos de su misma calaña. Esas bandas gangsteriles sembraron la Transición de cadáveres, desmontando la visión idílica que han impuesto los medios de comunicación.

Nos volvieron a vencer. Murió el caimán, pero nos dejó a toda la parentela. No estuve de acuerdo con la actitud pactista del PCE, dominado férreamente en esos días por Santiago Carrillo. El eurocomunismo fue un camelo, una triste chuchería que nos vendieron y que enterró el historial de lucha del comunismo español. La Constitución sólo perpetuó la Victoria, dulcificándola. De nuevo, vencedores y vencidos.

Ahora, cuando soy un viejo, algo chocho, vivo en un país gobernado por un partido que se dice socialista. El presidente, un cuarentón sevillano, representa a la perfección a esta nueva España democrática. Mucha fachada, mucho rojerio de boquilla, pero en el fondo la misma mierda de siempre. Mucho Borbón, mucho bribón.

Sólo espero la muerte. Todavía no ha llegado el fin, cómo preveía en el 79, pero la parca está cerca. Me busca. Ha llegado el momento de que expié mis pecados. Nunca he dejado de ser católico. Algo rebelde. Eso sí.

En el cielo, espero encontrar a José Antonio, tener la oportunidad de hablar con él. Estoy seguro de que si no hubiera muerto, todo sería distinto. Es algo absurdo, la vida y la muerte de un país no pueden depender de un solo hombre. Pero no lo olviden, soy un sentimental, siempre lo he sido.

Madrid, 5 de febrero de 1990.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Enhorabuena por el relato. Está muy logrado. Y no sería ficción el paso de la Falange al PCE o a la CNT (y al revés también). Pero como falangista auténtico he de señalar que el texto -para cualquiera que conozca la historia de los auténticos- adolece de bastantes tópicos y clichés que lo hacen, al final, inverosímil.
Un cordial saludo desde
http://jarabeautentico.blogspot.com/

Anónimo dijo...

UN TESTIMONIO DIRECTO DE LA DISIDENCIA "AZUL"
"Como hispanista, siempre consideré que la mejor calidad del pueblo español es la valentia. Genios y santos no han faltado, pero para mí lo hermoso de los españoles, cuando se lee su historia, es el grandioso, irracional y a veces suicida valor delante del peligro y la adversidad. ¡Basta decir que aquí es donde se inventaron la guerrilla y la corrida de toros!

Sin embargo, constato que se está perdiendo ese sentido noble, numantino, maravillosamente imprudente de la vida, y de la muerte. Los riesgos llevan su coste, y se propaga, en los últimos años, al sur de los Pirineos el virus de un pragmatismo cartesiano y bien calculado que probablemente se transmitió con importación llaves en mano de algún hipermercado francés ...

Fue el 20 de noviembre, hace ya 35 años, cuando la vi de cerca, con mis propios ojos, esa cosa cada vez más rara que llamo "valentía". Yo cursaba mi primer año de estudios en la Universidad de Madrid, y vivía en la Residencia de Estudiantes José Miguel/Guitarte, posteriormente transformada en conservatorio de música. Llegué de gringolandia vestido de un traje azul claro de los que, en los años 60, se lavaban y secaban en la bañera sin tener que planchar, tenía los ojos azules también pero menos claros que el traje, y quería estudiar a los dos poetas que me gustaban más, García Lorca y San Juan de la Cruz, sin imaginarme que ambos estaban proscritos de los programas de la Facultad de Filosofía y Letras. Por haber pasado parte de mi niñez en México hablaba ya corrientemente el español.

Era el único extranjero de la Residencia. Mis compañeros, hijos de dignas familias provincianas, me trataron con una peculiar mezcla de ternura y condescendencia, pues como representante involuntario de esa otra cultura que había participado en su derroche histórico, tuvieron que quererme a pesar de ser inglés.

El 20 de noviembre es el aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, el carismático líder de la Falange Española que murió joven en la Guerra Civil. Los chicos de la Residencia le adulaban, y decían que a Franco -un hombre que no tenía carisma- le había interesado más tenerlo como glorioso mártir muerto que rival político vivo.

Detesto el fascismo bajo todas sus formas, tanto el de Hitler que el de Stalin, pero estos chicos sensibles, soñadores y sobre todo muy inocentes, no tenían nada a ver con los, cabezas rapadas que hoy vemos en la tele; como mucho, me causaron una ciertacompasión, pues sabía que la grandeza que añoraban para su país no volvería nunca más. Durante aquel invierno les acompañaba a todas sus reuniones, que eran clandestinas puesto que el régimen les veía con muy mal ojo. Una noche celebraron un homenaje secreto delante de la tumba de un falangista proscrito por Franco, en un cementerio remoto y abandonado, donde se leyó un manifiesto a la luz de una linterna de petróleo. ¡Una escena pintada por Goya! Pero el gran día para los falangistas puros fue el 20 de noviembre, cuando, decían, Franco había deliberadamente abandonado José Antonio al pelotón de los republicanos.

Caminamos toda la noche, llevando las inmensas coronas de flores a cuestas por la sierra, tomando el relevo con otros grupos que iban delante en autocar. Nos calentábamos con el coñac de las botas de cuero que traíamos, los bocadillos de jamón serrano, las canciones de la Guerra Civil y la mucha amistad que había. Poco me importaba si estaba con los buenos o con los malos en la contienda política. Tenía 19 años y estaba en España, la España heroica, romántica y trágica de García Larca y de San Juan de la Cruz ...

El dia amaneció frío y gris, como las duras piedras de la meseta de Castilla. Además de los bien nutridos paparatchiks franquistas, una extraña muchedumbre se iba acumulando, como grupitos de hormigas, delante de la imponente basílica del Valle de los Caídos: todos los embajadores extranjeros en pleno protocolo, obligados por el régimen a asistir a la misa funeraria; numerosos estudiantes "camisas azules" como mis amigos, nerviosos e inconformados; y hasta un viejo y solitario oficial del ejército alemán con sus botas negras y cruces gamadas, y a quién sé que le faltaba o bien un ojo, un brazo o una pierna, sólo que ya no recuerdo cual de los tres.

Vino Franco, un hombre pequeño y tímido, entre dos filas de estudiantes, que levantaron los brazos y gritaron iArriba España! y después, obligatoriamente, iViva Franco! Dentro
de la enorme iglesia subterránea, nosotros los estudiantes ocupábamos las últimas filas, a medio kilómetro del altar. Durante la misa, doblaron los sinos y se apagaron las luces para
el ritual momento de noche perpetua, creando un efecto dramático, puesto que laoscuridad era total.

Entonces una voz sonó, como si fuera el propio difunto hablando desde la tumba, lenta y acusadora, llenando toda la basílica con su eco: iFRANCO, ERES UN TRAIDOR!

Lo demás, como dicen, es historia. Se encendieron las luces, los soldados se metieron entre las filas de los estudiantes, un joven luchó, no para esconderse sino para levantarse, ya que sus compañeros intentaban impedir que se entregara. Los hombres de abrigo largo y de ametralladora colgada se lo llevaron, y se quedaron con él durante ... doce años. A la salida de la iglesia, cuando Franco pasó de nuevo por las filas de camisas azules, con visible desconcierto, esperó que se lanzara el habitual iViva Franco! pero los estudiantes se quedaron como de piedra, callados.

Transmitido en directo por todas las emisoras de radio del país, oido por todo el cuerpo diplomático, el grito fue un hecho nacional del que nunca se habló abiertamente hasta la
publicación, muchos años después, de una entrevista con su ya ex-carcelado autor. La descubrí por casualidad, en 1983, hojeando unas revistas que encontré en la habitación de la pequeña pensión de un pueblo granadino, que ocupé cuando vine a afincarme, ya definitivamente, en España.

Me dicen que, después de la histórica muerte de su opresor, buen número de los antiguos estudiantes de la Residencia José Miguel Guitarte, aquellos jóvenes austeros y enigmáticos que me decían orgullosamente, y para mí incomprensiblemente, nos gusta lo difícil, se juntaron a la nueva izquierda, y que algunos ahora son administradores del gobierno español. Me pregunto sí no habrán renunciado, también, a su maravillosa valentía".

LAWRENCE BOHME
[1995]