martes, julio 14, 2009

De cuando se suicidaron dos letraheridos


Si me oyen me han de llamar mal español porque digo los abusos para que se corrijan, y porque deseo que llegue mi patria al grado de esplendor que cito. Aqui creen que sólo ama a su patria aquel que con vergonzoso silencio o adulando a la ignorancia popular contribuye a la perpetuación del mal...

(Mariano José de Larra, 1809-1837)

Y me mantengo firme gracias a ti, poesía, / pequeño pueblo en armas contra la soledad.

(Javier Egea, 1952-1999)

El lunes de carnaval de 1837, Mariano José de Larra se suicidó frente al espejo de su piso de la calle de Santa Clara número 3, en el Madrid de los Austrias. Un pistoletazo en la sien derecha ponía el punto final a la aventura vital de Fígaro. Despechado, traicionado por la mujer que amaba, el periodista mejor remunerado del momento moría a la manera romántica.

Ceñir el suicidio de Larra a cuestiones sentimentales sería un error de libro. El abandono de Dolores Armijo fue la gota que colmó el vaso de su desesperanza, el empujoncito final hacia el abismo. Fue la sociedad española la que le arrojó en brazos de la parca.

Larra murió de puro español, de ser un español tan noble, un español de tan recia honradez, que ni la propia España se lo merecía. Este país nuestro ha sido (y es) un experto consumado en el pisoteo inmisericorde de las ilusiones de los mejores españoles, en el aplastamiento de los genios y los lumbreras capaces de modificar el rumbo vacilante y pendenciero que nos conduce al precipicio.

España fusiló a Federico, encarceló a Miguel Hernández, exilió a Bergamín, dejó que Machado se derrotara en Colliure, España repudió a Goya, tildó a Blanco White de extranjero, ejecutó a Riego, dió la orden de fuego que diseminó el cadáver de José María de Torrijos en las playas de Málaga. La nación encargada de guarecer las esencias católicas del orbe, quemó a los herejes, sepultó a los librepensadores, mató de hambre a los patriotas.

La biografía de Mariano José de Larra es la crónica de un fracaso. El Pobrecito Hablador fracasó en su afrancesamiento, en su liberalismo bientencionado, en su condición de enamorado de una mujer casada. La bala que le destrozó el cráneo sólo fue un trámite. Larra había fenecido mucho antes, en el exacto segundo en el que comprendió que no podía dejar de ser español, porque somos españoles los que no podemos ser otra cosa.

Javier Egea se descerrajó un tiro en la cabeza con su escopeta de caza. Encontraron su cuerpo en el interior de su domicilio, un ático en la calle Óscar Romero, en el populoso barrio granadino del Zaidín. Los hechos sucedieron el jueves 29 de julio de 1999.

Egea era poeta. Y comunista. Ser poeta en Granada es una carambola del azar, una pesada carga en la ciudad que mató al Poeta por excelencia. Ser comunista es acaso un empeño inexpugnable en la patria chica del chavico, en el lodazal de envidias regado por tres ríos desiguales en capacidad y en evocación literaria: el Darro, el Beiro y el Genil.

Burgués de estirpe, autodidacta sin título universitario, lector empedernido del Quijote, compañero de generación de Luis García Montero y Álvaro Salvador en aquella epopeya de la Otra Sentimentalidad, al amparo de las teorías marxistas de Juan Carlos Rodríguez. Quisquete practicó la poesía materialista, la poesía clasista del que sitúa su escritura en el terreno de la dialéctica capital/trabajo.

La estrategia lampedusiana que puso en marcha la Transición arrolló a los comunistas y compró a los poetas. Hubo algunos que no toleraron el soborno, que no aceptaron el tinglado editorial, los premios concedidos de antemano, los chanchullos mediáticos, la censura consciente o insconsciente, que se resistieron a sumarse a las huestes victoriosas del pensamiento único. Los comunistas, por su parte, asumieron la caída del Muro, el desmoronamiento del campo socialista, con estoicismo. La perfección leninista, contaminada por Stalin, rehecha a retazos por sus sucesores, se venía al suelo cual castillo de naipes, ante el asombroso espanto de los bolcheviques.

Javier Egea no se vendió, no escapó a la casa común de la izquierda, no renegó de sus orígenes ideológicos, continuó componiendo versos en el marco del materialismo histórico. Sus otrora colegas entraron en el circuito cultural mercantilizado, se convirtieron en popes de lo políticamente correcto, dejando atrás la poesía comprometida, conservando lazos partidarios más etéreos. La amistad se fue diluyendo, corrió el calendario, llegaron los casorios, la prole, la comodidad del brasero y del aparato de televisión.

No tuvo otro remedio que disparar contra sí mismo. No le dejaron ninguna salida. España le puso entre la espada y la pared, y él escogió el frío del acero.

Atrás quedaban los saraos en La Tertulia, las borracheras en el bar Bernardo, la lucidez del cubata, la camisa hawaiana de Rafael Alberti, el frustrado intento de construir un discurso poético anticapitalista, en el piélago de posmodernidad que nos descabalgó como tristes Saulos.

Larra y Egea, Egea y Larra, liberal el uno, marxista el otro, ambos refractarios para la España que les lanzó al vacío, ambos mártires sacrificados por los sumos sacerdotes del poder, ambos daños colaterales de los mandarines del devenir español.

La casualidad quiso unir los aciagos desenlaces de estos dos revolucionarios de la pluma. Javier Egea se arrancó la existencia a pocos metros de otra calle de Santa Clara, de similar nombre a aquella vía madrileña en la que Mariano José de Larra perdió la apuesta con Doña Cuaresma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡qué alegría verte Antonio de nuevo por la red!. De todas maneras déjame que te diga que el artículo tiene cosas que no me gustan. Aunque tiene otras que me gustan mucho, pero como esto no es un concurso de chuparse lah poshahs (te lo digo en granaino sin mariconadas) me concentro en la que no me gustan.
1. El letraherido es un concepto que ya ha sido utilizado por Constantino Bertolo en la cena de los notables con bastante precisión, a mi juicio, y que hablaría de aquel lector y en su caso escritor que busca en el discurso literario lo inefable, lo artístico, es decir, lo que le seduce sin acudir a la razón. Este tipo de reproductor de literatura tiene una función concreta contra la función pública de esta. Asume que leer no es un trabajo, sino un placer. Es interesante leer desde esta perspectiva la confesión que hace nuestro amigo Luis García Montero en Inquietudes Bárbaras en el que se confiesa vago (que pa eso vende el esteriotipo andaluh) y dice que soportar dos oposiciones le ha dado el privilegio de hacer lo que le gusta y poder vivir de la lectura y de enseñarla. Contra esto CB atina muy bien. Leer es un trabajo, exige materiales, esfuerzo, atención, entendimiento, formación, y aunque es una actividad creativa exige un consenso, un acuerdo en el que irremediablemente entran maneras de ver el mundo desde perspectivas en última instancia atadas a la razón.
2. ensalzar en el mismo artículo a Egea y a Larra me parece que hace hincapié en el san benito romántico que tanto le disgustó al primero. Y es que aunque vivamos un paradigma romántico conviene distanciarse de él por lo menos para construir una perspectiva materialista del asunto.
3. Por último no me gusta que nos concentremos en la muerte. Yo creo que el suicidio puede ser un acto aceptable y una solución siempre y cuando se haga en condiciones éticas.

Espero que podamos seguir discutiendo sobre esto.
versoydiverso.blogdiario.com